En la cuenca del Loira
 
 
 
 

El ritmo del viaje
 

    Paisaje como un gobelino antiguo: han sacado de la naftalina invernal los tapetes verdes, rosados, amarillos, y los han extendido al sol; para que el viento no se los lleve les echaron encima, al descuido, pisapapeles en forma de vacas blancas, o cobrizas, o negras; los ribetearon con los caminos como con cintas pálidas y, con los árboles, como con tachuelas, los clavaron. El trigal carda el algodón que esparce la chimenea de la locomotora. Al pasar bajo los puentes quedan en el aire montones de seda rota. Aquí y allá cacarean las amapolas.

    Comprendo a las moscas, que no quieren abandonar el vidrio de la ventanilla: igualmente, me hipnotiza este paisaje suave.

    Y de repente, ¡Orleans!

    ¿Ya? ¿Tan pronto?...
 
 
La ciudad de la Pulcela
 
 
    El río Loira -el más grande de Francia, señoras y señores- pasa por el mapa ensartando ciudades igual que un hilo enhebra cuentas de vidrio. Orleans está a la mitad de su curso, tal una bisagra; el río, que remontaba hacia el Norte, se dobla hacia Poniente, cual un 7. La ciudad mira en ese espejo sus dos mitades, unidas, como el tórax y el abdomen de una avispa, por inverosímil corsé: el puente. Un puente Luis XV, pero sin volutas y sin tacón rojo; un puente antirrubendariano. Le obliga el nombre, que indemniza a los ingleses de cinco siglos de censuras: Jorge V. En estas ciudades ribereñas el puente es más que un monumento; es tan importante como un personaje. Un monumento interesa tan sólo a los forasteros; y a los perros indígenas, que firman a su modo, como turistas en un álbum. En cambio, para sus personajes, guardan siempre estas viejas ciudades calles viejas con viejos nombres que cambiar en una ceremonia municipal. Nantes con sus quince puentes. París con los treinta y tres suyos, no conocen ese fetichismo. Pero Orleans está orgullosa de su puente como hay quien está orgulloso de su dentadura. Un puente excesivo: sus pilares ofrecen un enemigo bisel al río económico de aguas, tendido de orilla a orilla con infinita pereza, roto su vestido cabrilleante con desgarrones de arena. Las postales pintan al puente diagonal y en cuesta, con unos arcotes muy grandes en una margen y unos arquillos muy chiquitos en la otra. ¿Por qué esa injusta diferencia? La muchacha rubia que nos vende la postal no lo sabe; echémosle la culpa a la perspectiva...
 
 
La doncella
 

    Si Juana de Arco no existiera, Orleans la inventaría. Le es indispensable: la Ciudad está llena de su doncella como de agua una esponja: en monumentos, en cuadros, en estatuitas, en postales, en estampas. Hasta el gesto fierecillo de las muchachas -muy lindas, conste- les viene del noble ejemplo: ya se adiestran, con terrible esgrima de miradas, para dominar a los anglosajones que han invadido a la ciudad como hace quinientos años... Sólo que ahora vienen disfrazados de turistas.

    Secretamente los artistas deploran que Juana de Arco no haya vivido dos o tres siglos más tarde. La angulosa hojalatería del XV no se presta para elegantes estilizaciones. Cuadros y estatuas deben caer en el más angustioso realismo: siempre la Doncella blande una espada o un estandarte; o ambas cosas a la vez. Siempre se la ve terriblemente tosca en su armadura, sobre un caballo de circo que desconfía de lo estrecho del zócalo y alza un casco explorador. Acaso la dificultad que ha tenido la Humanidad para comprender a Juana de Arco no está en su simplicidad, excesiva y hermética para nuestros espíritus complicados, sino en ese hierro que la cubre y nos impide recordar su cuerpo humano y doloroso de mujer. Quinientos años han tardado los hombres en advertir su santidad, que era evidente. Y hasta Bernard Shaw y hasta José Delteil, Juana de Arco fue un enigma. Delteil la libra de los heroicos pedestales: Juana de Arco, dice, es una midineta de sombrero campanita y medias de seda. Así son las vivas muchachas de Francia, fecundadas en milagros. Y Bernard Shaw, todo miel y limón en su barba florida, nos hace amar a la virgen testaruda y generosa. Shaw y, por supuesto, Ludmila Pitoeff, la incomparable rusa, sensibilidad artística tan aguda que sólo pudo florecer en nuestro tiempo admirable y terrible. ¡Qué prodigioso siglo el XV, en el que se inventa la imprenta, se descubre a América, y Santa Juana equidista del torvo Barba Azul!...
 
 
La estatua
 

    Entre la estación y el río está la plaza del Martroi. En medio de la plaza, un monumento a Juana de Arco. Hay otros, pero son como los trajes de medio uso en un ropero pobre; ese es el traje dominical. Ocho faroles le dan guardia como ocho hombres de armas. Es muy poco Edad Media ese alarde municipal, pero Juana ve desde su caballo cosas peores: espada en mano amenaza al Banco más suntuoso de la ciudad y regula el circular vaivén de los tranvías. Simple coincidencia, probablemente.

    El taxi que nos inicia en la topografía de Orleans da lentas vueltas en torno al monumento, como el divo al molino en el último acto de Sansón y Dalila. ¿Por qué? Lo preguntamos; con amplio gesto, el chofer señala a los bajorrelieves en bronce del pedestal. Nos inclinamos devotamente, comprendiendo: el monumento es el orgullo local; hay que saborearlo en detalle, con delectación. No es una estatua más -¿cuántas habremos visto ya, de la Doncella?-, es, 'la Estatua'.

    El chofer nos dice que él durmió en la casa donde nació la Doncella, en Domremy. Ya lo esperábamos. Con el vendaval de la Gran Guerra, es incalculable el número de choferes de taxi provincianos que han dormido en la casa de la Doncella en Domremy. Se dijera que es un requisito para obtener la licencia de manejar. O que la Guerra no sirvió más que para enviar choferes a dormir en Domremy. Sólo puede comparársele el número de personas que estuvimos en el Zócalo de México aquella mañana de febrero en que comenzó la Decena Trágica: catorce millones, de los quince que arroja el último censo. El otro millón ya mero venía en camino...

    Además de la estatua, Orleans tiene un museo donde se muere de fastidio un guardián manco. Sus vitrinas muestran reliquias del sitio de Orleans, por supuesto. Y, por supuesto, dudosas. Porque del sitio sólo queda el sitio: una placa en el parapeto del río marca el lugar donde se alzó el fortín de las Torrecillas que tomó por asalto la Doncella el 7 de mayo de 1429. En el marco indiferente de nuestra época eso parece tan lejano como un cuento para niños.

    Eso es todo lo que hay en Orleans. Lo demás son calles sin importancia, plazas viudas de suavidad y de encanto que son desesperadamente provincia, iglesias que la guía despacha en tres líneas secamente informativas. ¿Por qué tiene la ciudad cierto ambiente reseco, casi un poco hostil, que impide brote el humo de la fantasía y vuelve la parvada de los recuerdos? Aventuremos una explicación sutil: Orleans es el nombre de una familia que reinó en Francia, y la ciudad ha acogido quizás el dengue monárquico.
 
 
En el lomo de la catedral
 

    Toda la catedral es una explosión de verticales. Pero no da la impresión gloriosa de fuga hacia lo azul que causan otras basílicas góticas. Algo sin grandeza, algo cotidiano la ata al suelo. Quizás sea el recuerdo de ese obispo de Orleans que pasa por las páginas de un libro irreverente y agudo: De la elegancia mientras se duerme, del argentino Lascano Tegui.

    Subimos a la techumbre. Trepando por escaleras de vértigo, entre arbotantes y botareles matorrales de piedra labrada, rompiendo los tenues soles de plata de las telarañas perladas de rocío, resucita la vieja alegría infantil de encaramarse en los árboles. Después, excursión en el misterio por la secular armazón de madera que sostiene sobre las bóvedas al agudo techo de pizarra. Gigantesca y tenebrosa cueva, a la vez subterránea y aérea. Sensación de estar, como Jonás, dentro del cetáceo, aprisionado entre las vigas unánimes como entre las costillas del monstruo. Las palabras ruedan de cavidad en cavidad con retumbar de trueno. Sobre las semiesferas de las bóvedas, empolvadas por los siglos, tablones apolillados oscilan al paso. Caminamos por ellos cual por los renglones de un cuento de fantasmas. Una escalera de caracol se enrosca de pronto en la oscuridad. Como en las pesadillas, subimos interminablemente, a tientas, tropezando con los escalones superiores, barriendo telarañas espesas cual gajos de sombra, oyendo el gemido de la madera -¿de la madera o del alma de los siglos?- Salimos a pasadizos misteriosos, a puentecillos que crujen y tiemblan sobre negruras insondables. Abrimos al azar chatas puertas de cuento romántico, y bocanadas de aire húmedo nos azotan, o el amoniacal olor del guano columbino nos estruja la garganta. De improviso, la cima de la torre loca de luz y de sol, entre el jubiloso aleteo de las palomas.

    Orleans acampa al pie de la torre como un ejército uniformado de gris y de ocre rosado -techos de pizarra y chimeneas de ladrillo; algunos tejados rojos son los oficiales de esa milicia idéntica; y las torres de los templos se alzan cual jefes sobre sus corceles-. El Loira, de seda suave, se tiende al sol con la beata paz de un filósofo. El atrio adoquinado parece un escamoso vientre de cocodrilo. Estamos en la plataforma como en la palma de la Mano de Dios, de Rodin, la mano de estos brazos gigantescos que se alzan admonitorios sobre la ciudad tranquila...
 
 
Rincón de égloga
 

    Un tranvía, donde se amodorran al resol de la tarde señoras vestidas de seda negra, con mitones y sombreros increíbles, labriegas con recios paraguas y cestas que cubre una servilleta. Arrabales tostados al sol del otoño, como pan de centeno. Y el río Loiret. En sus aguas maravillosamente claras y juveniles -¡apenas doce kilómetros de vida total!- se mecen plantas extrañas, y patrullas de peces huyen contoneándose ante el lento avance de la barca. Y un aire dulce, y un cielo azul, y márgenes de las que desbordan las flores, y álamos ahusados, de platino y de jade como las alhajas de moda. ¡Y tan deliciosa paz!...
 
    Casi un canal de Xochimilco, según puede adcertirse
 

Estampas de amanecer
 

    Seda suave del cielo. Esmalte oscuro de los árboles. Ternura infantil de este sol fino, acabado de nacer.

    Viñedos: la fantasía en la regularidad. Se evaden de la estaca uniforme que los amarra al suelo, con la gracia revoltosa de sus sarmientos, que incuban, por millones, adornos de catedral gótica y lámparas eléctricas de fantasía.

    Una estación: Saint-Ay. Aquí vivió el creador de Pantagruel:
 
 

    Francisco Rabelais ríe ruidosamente,
    con los puños cerrados sobre el hígado, como
    ríen las mesoneras...
    Es cierto, Enrique Banchs, poeta argentino; pero el pueblecito que despierta ahora en un delirio de cantos de gallo, no ríe así: ríe como una chiquilla quinceañera. Y un árbol desnudo ofrenda al sol, cual en un rito antiguo, mientras se derrite el incienso de las nubes blancas que acompañaron al alba, esa cosa divina: un nido, lleno de piar de pájaros.
 

 


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