47, Rue Raynouard
 
 
 
 

La Rue Berton, empedrada de guijones desiguales con festones de hierba, como una calle de provincia, se escurre entre dos muros abrumados de enredaderas que disimulan pabellones del siglo XVIII. Por aquí rodó la carroza de la Princesa de Lamballe, cuando la infortunada amiga de María Antonieta venía a su casa de campo, cuya verja elegante se abre en una plazoleta. Más allá, la calle sube, se retuerce en rincones de film alemán, se estrecha hasta lo inverosímil entre paredes leprosas. Sobre su misterio se inclina un farol de gas que olvidó apagarse al alba y arde con luz tísica. A la puerta de casucas pardas cosen las mujeres, cuelgan jaulas con canarios como metáforas en un verso, bebés rubios reconstruyen el mundo en un montoncito de arena. Y es la sensación de vivir en otra ciudad distinta del París cotidiano, en otra edad sin mecánica y sin venenos.

    En un ensanche se abre una puerta cochera. En el quicio, dos guardacantones desgastados por las ruedas de dos siglos -de las carrozas a los automóviles- y premiados con una tarja de mármol, indican el límite de las dos antiguas señorías: la de acá, Pasy; Auteuil la de allá. Y del lado de allá, en Auteuil, esa casa de la puerta cochera es la casa de Balzac.

    Unas palabras de topografía: la casa está en el flanco de la colina de Passy, que domina al río. Dos pisos se alzan sobre la Rue Raynouard -por donde se entra al edificio- y otros dos, detrás, ocupan el desnivel. Una escalera muy oscura baja al claro patiecillo en cuyo fondo está la "jaula de moscas" que habitó Balzac de 1840 a 1848 y por la cual pagaba... ¡cincuenta francos al mes!

    Alquiler proporcionado al local: todo es mezquino, bajo de techo. Una guardiana de peluca roja, traje negro y piel amarilla- ¿cómo no alarma a los nacionalistas esa alusión germánica?- llena con descripciones verbosas el lugar de los muebles ausentes, en las habitaciones vacías: el vestíbulo, con el busto y los letreros indispensables; el comedor, que decoran litografías, estampas, caricaturas; el corredorcito en cuyo suelo se abre una trampa y se enrosca la escalera por donde escapó el novelista cuando quisieron aprehenderlo por deudas, y que conduce a la rue Berton; la sala, donde se dan conciertos a la luz de las bujías ante devotos a los que es lástima no se les exija de la época... En la alcoba una vitrina contiene los restos del guardarropa: una camisa de grandes puños y cuello abierto, y un chaleco rameado: ¡el último de los treinta! A pesar de la invitación que me hace la locuaz cicerona no me atrevo a pasar por esas telas un dedo tímido; tocarlas sería, a través del tiempo, llegar un poco hasta el escritor excepcional que se vistió con ellas. Y mantener las distancias es el orgullo de los humildes.

    El gabinete de trabajo, en fin. Una ventana se abre sobre la rue Berton frente al palacete de la Princesa de Lamballe. Una puertecita da al jardín. Y aquí está el sillón, alto de respaldo, deshilachada la tapicería; y la mesa, pequeña, desvencijada, punteanda con las minúsculas ces de la carcoma, en las que apenas caben los cuatro infolios del Diccionario Histórico de Bayle, un candelabro de tres bujías con pantalla de latón, y un vaciado en bronce de la mano que creó La comedia humana.

    ¡Ah, la mano de Balzac! ¡Cómo guarda en sus arrugas, en sus masas fofas, en sus líneas confusas de sismograma, toda la vida del coloso! Bajo la lámpara modesta, cerca de los viejos libros, parece que se anima: se creyera que el espacio entre el sillón y ella se llena de algo, invisible... Se creyera que va alzarse de sobre la mesa y a cubrir, como otras veces, las hojas de papel con garabatos complicados de interlineaciones, de subrayados, de llamadas marginales, -aquellas hojas de papel que él tiraba al suelo una vez escritas... Esa mano creadora llena toda esta salita humilde. Entre ese techo bajo y estas paredes estrechas ¡qué tempestades vivió el hombre formidable, envuelto en su ropón frailuno, mientras París dormía! Los muñequitos de trapo reproducían sobre su mesa una sociedad minúscula, a su verdadero tamaño. Aquí, Balzac, tal el dios de una mitología extinta, daba la vida y la muerte a los hombres, sus criaturas. Aquí los hacía reír o llorar. Aquí los creaba rapaces, maníacos, abyectos, pero también sencillos, y buenos, y nobles, en iguales partes de bien y de mal, como los que más allá de este silencio y de esta paz gozaban y penaban, nacían y morían...

    En una vitrina, una colección de ediciones balzacianas tiene la melancolía de un puesto de buquinista en los muelles del Sena. Otra, guarda autógrafos, la célebre cafetera, un neceser de escritorio, un daguerrotipo: Balzac se pierde en él, se precisa, se esfuma, y hay que tantear con movimientos de cabeza el ángulo exacto desde el cual se le inmoviliza; está como todos lo imaginamos: el pelo negligente, simpático el bigote, familiar la camisa, enorme, poderoso, cual si su obra le hubiera hecho a su imagen y semejanza.

    En el álbum descifro inscripciones: Eugenio d'Ors pasó por aquí. Madame Claude Debussy, también. Todas las caligrafías, en todos los matices de la tinta: el zig-zag estilo Sacré-Coeur de una duquesa, las letras humildes de Un paysan de Picardie, los jeroglíficos de los asiáticos, las ecuaciones algebraicas de los griegos. Un japonés dibujó una musmé que, sobre los ideogramas, parece caminar con sandalias de madera. Las siete partes del mundo han convergido aquí. Y en ese homenaje de los anónimos, de los que vienen de su rincón que para volver a su rincón y pasarán sobre la tierra sin dejar más huella que esa firma, está la gloria de Balzac.

    En el jardín, como en una comedia sentimental, me encuentro 'al fin solo'. Es decir, no: un gran gato gris viene despacio a frotarse contra mis piernas, con un suave rodar de erres; luego se va lentamente, ondulando sobre el anca la cola, cumplida su misión protocolaria.

    ¡Dulce jardín de Balzac! Jardín, no: jardincito. No tendrá veinte metros de largo. Minúsculas callecillas. Un macizo lleno de clavellinas en flor, pirotecnia de púrpuras, de granates, de corales, de cadmios, de blancos absolutos. Arbolitos donde los gorriones pasan el día como las mecanógrafas en su rascacielo. Dos esfinges por la lluvia. Un Hermes que va enamorando la hiedra.

    ¿Podía caminar aquí el león? A su genio fogoso un parque no habría bastado y hubo de contestarse con esta maceta... No importa: tenía sobre su cabeza el cielo y podía hundirse su fantasía en esos lechos que las nubes tienden con lanas grises y seda azul, como ahora. Y a lo lejos podía ver París, hirviente, podía ver la Torre Eiffel, insólita en los atardeceres de perla y oro.

    Rectifico: no podía ver la Torre Eiffel. Pero me divierto en imaginar que en su paisaje habitual se alzaba esa cosa antihumana y hostil. ¿Habría podido escribir La Comedia Humana con ella en su horizonte? Sí: Marcel Proust lo hizo.

    Una vid de bronce aísla el jardín del parapeto sobre la Rue Berton. El otoño se vuelve oro en los plátanos del parque de la Princesa de Lamballe. En otros otoños idénticos, Balzac contemplaría el idéntico oro de esas hojas eternas... Veo una fachada elegante, prados de terciopelo viejo, avenidas solitarias. Y a través del ensueño veo ante la escalinata una carroza, lacayos apresurados, una sonrisa bermeja... Veo pastoras vestidas de muselina, cofias rizadas, delantalitos de encaje, faldas floridas... Y después, una cabeza dorada y roja, flameante en la punta de una pica...

    La guardiana llega, echando su sedal a la propina:

    -¿Contempla usted el pabellón de la Princesa?... Tiene un vasto parque... Ahora es un asilo de locos.

    Un asilo de locos... Se estaría bien ahí, bajo esos árboles, con una locura bella, una locura de héroe de
   Balzac: el arte, por ejemplo, o la Confraternidad entre los Hombres...

    -Pero va a desaparecer: lo han comprado y van a derribarlo para construir un garaje.

    Y ante eso, muy siglo XX, he dicho...

    -¡Ah!
 
 


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