III. Color de Francia
 
 
El barrio latino
 
 
 
 

Una sola frontera definida: el Sena. En el resto del plano desborda con los límites arbitrarios de una mancha de tinta. Un eje: el bulevar Saint- Michel. Y un epicentro, de difícil localización como el de los terremotos lejanos, pero que cabría situar frente a la puerta solemne de la Universidad, en el café Ludo: en sus numerosas mesas de billar reviven los combates homéricos; sucursales de la Sociedad de Naciones meditan el próximo jaque al rey; los platillos que marcan el consumo se apilan con tentativas de torres de Babel transitorias; y, cual una estrella fugaz, hiende el humo la risa de Musette, que ahora se llama Yvone o Germaine y lleva el cabello como usted y como yo, lectora; pero no ha variado su corazón de hace cien años.

    El Barrio Latino está entre el Sena y la Montaña Santa Genoveva -demasiado título para tan poca tierra- igual que el poeta de la Serenidad en las laderas augustas. Esto tiene importancia: somos legión los que creemos que el municipal Boulevard Saint-Michel no podría ser nuestro familiar Boul' Mich' si no estuviera en cuesta. La pendiente da paso de estudiante -lento y firme, como de mozo que medita- cuando se sube; paso que meditó- cuando se baja; inmensa trascendencia de las pequeñeces...

    La primera impresión desconcierta. A través de la literatura creíamos encontrar en cada bocacalle un baile, en cada muchacha una aventura de amor cuyo relato, convenientemente exagerado, dejaré envidiosos a nuestros más íntimos enemigos, en cada café un cenáculo discutiendo sobre ES-TÉ-TI-CA y esperando que llegásemos nosotros para acatar nuestra luminosa opinión... Pero no se entrega el Barrio al curioso pasajero: hay que ahondar poco a poco bajo lo cotidiano hasta llegar a ese no sé qué, cordial, que constituye su encanto. Promiscuidad inicial, como de viaje marítimo; luego, cuando se han hecho méritos de vecindad ¡qué profundos estremecimientos de simpatía! El Barrio nos infunde un poco de su sonrisa. Descender el Boul' Mich' hasta la plaza San Miguel para ver dorarse la mole albinegra de Nôtre-Dame bajo el confidencial sol del ocaso, es como chapotear en la clara corriente de un riachuelo. Pero el deleite mayor es conocer el Barrio como conocíamos el pasado inocente de la primera novia, desde las casucas en donde nacieron Huysmans y Musset hasta las casucas en donde murieron Verlaine y Banville, saber sus callejuelas, cuyo trazo no ha cambiado -con estupor de los turistas que vienen de las ciudades-hongos de Nebraska o de Dakota- desde que por ellas se deslizara la silueta huesuda del Alighieri.

    Todo estudiante que se respeta debe vivir en el Barrio Latino: postulado análogo al que establece que todo artista digno de ese título debe gravitar en torno al remolino espiritual que forma en el bulevar Montparnasse la inyección de realidad positiva de la calle Delambre -tan simbólica para nuestros artistas- Montparnasse, Barrio Latino del arte, el Barrio Latino, ese Montparnasse de la ciencia, son los almácigos de las dos grandes inquietudes humanas; crear y saber. Dama Pobreza reina en ellos: hay también algunos rastacueros de mediocre importancia, pero no los toman en serio ni sus parásitos más fervosos. Más allá de cierto número de billetes de Banco se sale de Montparnasse o del Barrio Latino por un movimiento centrífugo: la vida ahí es un torbellino en caballitos de madera.

    Igual que Los tres mosqueteros cuentan Dumas y Augusto Marquet la historia de cuatro, se llama latino al barrio más cosmopolita de París. Una abigarrada muchedumbre viene de todas las manchas de color del mapa a ese colmenar donde se liba la amarga miel de la sabiduría desde el tiempo del rey San Luis: la Soborna. Pero en la Edad Media el Barrio el Barrio era el País del Latín, el País Latino: una ciudad aparte dentro de la ciudad, con sus murallas y sus almenas, sus leyes y su jurisdicción Bullían en él los estudiantes, 'pobres y alocados' dicen los cronistas. Los adjetivos perduran. Las escuelas, creciendo de siglo en siglo, han mantenido coherente la tradición y el espíritu. París es como antaño el cerebro del mundo. El Barrio Latino es como antaño el cerebro de París. Y los veinticinco mil estudiantes de la Universidad se pasan de mano en mano la simbólica antorcha...

    Cual un gato al pantalón de un amigo, el Boul' Mich' se frota a la reja del Luxemburgo. El jardín es todo un mundo aparte. No ha vivido verdaderamente en París quien no ha tenido ahí, bajo las lilas en flor, o bajo el verdor pesado de los marrones, o bajo las hojas de cobre, o bajo el sepia de las ramazones húmedas, un idilio, desde el Je vous aime trascendental hasta el Tu m' embêtes decisivo: quince días de infinito. Besos y capullos preparan en él la sazón del fruto.

    La ficción y la historia ilustraron a Luxemburgo. En una de sus callecillas, estampa fija entre las páginas de Los Miserables, Marius, que resume todas las juventudes, sonríe a Cosette, que las completa. Sus frondas ampararon la ebriedad del solitario quetzal Darío. Y al curioso, al devoto, al indiferente, brinda minutos que nos hacen comprender a Moreas: le sublime jardin du Luxembourg.

    Es el paraíso de los pájaros. Los gorriones insolentes, los mirlos, que, al modo de Aquiles en la Estigia, se bañaron en tinta y sólo dejaron fuera el amarillo pico, los palomos de ojos en escarapela, de cepillo plumaje y buche capitalista, encuentran a toda hora la mesa puesta con abundantes migas de pan, dádiva de misántropos.

    Es también el paraíso de los niños. Unos se inician en el vértigo de la velocidad sobre sus patines de madera. Otros, en la política, dirigiendo a palos el mundo- perdón: el aro. Las niñas saltan a la comba, y siempre acaban enredando en la cuerda sus piernas flacas, instintivamente femeninas ya. Los chiquitines, devanando su monólogo importante, ahondan pozos de mina, y trabajosamente, llenan de arena el cubito de hojalata para ir a verterlo un metro más lejos: doble placer de creador: el hoyo y el montón. En la explanada central los más pequeños pasean en cochecitos tirados por cabras que rumian su descontento de proletarias, sacudiendo la socrática barbilla; a veces desgranan la arena de azabache, resumen de su filosofía... Otros niños pasean en burritos de Argel con profusos cascabeles en los jaeces. Las boquitas se fruncen, los ojos revelan preocupación: el anhelado placer resultó- ¡ay, como siempre!- anodino. Un niño con blusa negra de colegial guía a la cabalgadura recalcitrante. Es el único que no ríe en el jardín: es más mísero que los más míseros, puesto que él no juega en donde todos los niños juegan- aun las adolescentes elásticas, que lanza la pelota de tennis con certeras equivocaciones sobre quien puede brindarles una sonrisa de veinte años.

    En el estanque los barquitos de vela hacen periplos fabulosos. Unos, alquilados, tienen el no sé qué de los cargos, barcos gregarios, anónimos. Otros han venido a través de París bajo un brazo orgulloso: balandros de lujo o canoa tallada por un papá bonachón. ¡Ay, la mirada de los dueños de las canoítas a los bellos balandros! Y el desdén de los poseedores de éstos, desdén de inglés, amo del mar!...

    En el crepúsculo un tambor fantasma toca el requiem de la tarde. Se desgarra el redoble entre los árboles, se pierde, llega el viento, juega y vagabundea cual un gorrión. Es la voz del jardín: avisa a los pájaros que cesen sus habladurías, a las flores, que cierren sus pétalos para que no se hiele su perfume.

    Y el corazón recoge la angustia toda de la noche próxima.

    Yo no atinaba a descubrir lo que da tanta dulzura al Luxemburgo. A veces creía que los niños. A veces, que los pájaros. A veces, que las flores, o el cielo cambiante y delicioso. Siempre sonríe el jardín, siempre su encanto sencillo se nos mete adentro del pecho. Y aunque sólo se atraviese de una puerta a otra, para acortar camino, se sale con el paso más ligero y más luz en el alma. Pero una mañana primaveral -siento decirlo, mas así fue- intuí el secreto del Luxemburgo: su encanto es el palpitar de besos. Besos maternales, besos de niñas a sus muñecas, besos de amorosos devotos de la intemperie, para quienes cesa bruscamente en torno la realidad, besos de la abeja a la flor, besos de pájaros... Y sobre todos ellos el rubio beso del sol de París. En el Museo de Cluny, donde está prisionera la Edad Media, hay otro jardín, pero es de acceso tan complicado como librarse de ciertos brazos femeninos. Lo acaparan estatuas medievales que acaban de perder toda forma antes de volver al polvo de la tierra de donde nacieron. En los bancos clava a los viejos la punta de un rayo de sol. Y los gatos vagabundos encuentran dentro de sus rejas asilo contra las fieras humanas: coto reservado.

    Pero ¿y la alegría, la famosa alegría ambiente del Barrio Latino?

    A veces irrumpe en el Boul' Mich' un monomio estudiantil, Pelilargos, con los pantalones invariablemente salpicados de lodo, con las grandes boinas de terciopelo diagonales sobre la frente sarpullida, asidos uno tras otro por los hombros, un grupo de estudiantes pasa berreando canciones y alzando carteles en donde -características constantes- se insulta a un profesor y se llama asnos a los espectadores: organizan la risa un sindicato y siembran recuerdos para cosecharlos a ciento por uno en sus futuras tertulias de profesionistas provincianos. Pero su alegría es hueca como una lata de petróleo. Es ya inútil querer revivir en su escenario -la calle de San Severiano- el segundo acto de Bohemia. Profesores célebres de la Soborna o del Colegio de Francia, estudiantes que formarán la élite intelectual de mañana, integran el público del bulevar. Y la alegría del Barrio Latino está quizás en la impresión reconfortante de que, a pesar de los monomios y de las arcaicas boinas de terciopelo, el porcentaje de imbéciles es menor en el Boul' Mich' que en cualquier otra calle del mundo.

    Los viejos dicen que el Barrio 'ha perdido mucho': ¡Claro! ha perdido la juventud de ellos. Mas si ya no encuentran a las figuras célebres que les animaron a fines del siglo pasado, es porque están para  siempre en el Luxemburgo, atestado de admiración petrificada. Como el buen José Fernández en la novela de Eca de Queiroz, acaso ese viejo que sube el Boul' Mich' a pasitos menudos viene, a través del tiempo y de la distancia, a buscar en la colina sagrada el recuerdo de su juventud.
 

    Como antaño, entrará en las aulas generosamente abiertas de la Soborna, donde brilla -claridad y precisión- el genio de Francia. Como antaño, se sentará en la terraza del café d'Harcourt -bombardeado por los prusianos en 1870, conquistado ahora por los yanquis-. Y mirando severamente a la pareja vecina que dialoga pico con pico, como antaño, saboreará entre decisivas y desencantadas la amarga delicia de haber vivido y de no desear ya nada, Fausto cotidiano y anónimo...
 
 

 

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