El oriente de París
 
 
 
 

    Viajero desencantado, Paul Morand ha descubierto que el mundo es demasiado pequeño. Su libro Rien que la terre - La puritita tierra, traduce humorísticamente Alfonso Reyes, deja un regusto de Eclesiastés: ¿qué hacer con un planeta al qué se le da la vuelta en cinco semanas? Es inútil viajar. De igual modo que en cualquier hiper-revista super-desnuda, sin movernos de la luneta, pasamos de la fría y sensual Rusia a la cálida y adusta España, o del anhelo por las muñecas parisienses con alma de Venus al suspiro por las Venus norteamericanas con alma de muñeca, así podemos dar la vuelta al mundo en una gran ciudad que lo resuma. ¿Recordáis al héroe Huysmans? Des Esseintes hizo su viaje a Londres sin salir de París, en el bar inglés de la Rue d' Amsterdam. ¡Ay!, la geografía es una ciencia relativa: sobre los bosques de chimeneas color de geranio y los techos color de melancolía, suena en parís la voz del almuédano que clama su verdad a los cuatro vientos, desde un sevillano alminar acorazado de azulejos y escamoso de mosaicos; y en el Oriente, en la Palestina sembrada de huesos de peregrinos, los herejes ingleses custodian el sepulcro de Cristo hasta que otro Lord Elgin se lo regale al Museo Británico...

    No valía la pena escribir la historia a mandobles, ingenuos cruzados, grandes equivocados de la Reconquista, torpes vencedores de Lepanto: lo dice así la indulgencia de esta ciudad que no cree nada -ni siquiera en el Becerro de Oro desde que el oro se volvió francos de papel-, y que por eso puede respetarlo todo. Por eso tiene cien templos para todas las verdades únicas, pirandelianamente contradictorias, y los sabios de su Sorbona, antaño tan acerbamente teológica, estudian con erudito sincretismo todos los dioses. Pero en rigor, la mezquita, obra política, es en vasta escala aquel eterno don de las cuentas de vidrio con que los civilizados demuestran su amistad a los primitivos -a cambio de sus granos de oro, por supuesto.

    Anexo a la mezquita hay un café, al que damos nuestras primicias en busca del la que nos ponga a tono. A lo largo de las paredes enjalbegadas corre un diván donde nos hundimos con abandonos de lecho. Las ventanitas agudas cual espadas tienen vitrales de vivos colores de caramelos. En uno de los testeros, una suerte de altar de cerámica blanca y azul brilla con cacerolitas de latón y de cobre en donde el kauadji, sabio alquimista de la cocina, combina los aromas de las infusiones orientales -té, moka, menta, anís- que se sirven muy azucaradas en tacitas minúsculas, sobre charolas de latón grabado, junto con pirámides de baklavas chorreantes de miel, y de lokum-rahat untuosos como besos. Taburetes pintarrajeados soportan los narguilés de latón, que vuelven el fumar tan complicado e imponente como hacer las cuentas de la cocinera en máquina de calcular. Una lámpara de latón fabulosamente calada cuelga del techo, pintado con el júbilo de una arquilla de Olinalá.

    Los servidores visten chalecos de colores vivos, turbantes -a quién turbarán, ¿los turbantes?- o feces, y bombachos inmensos que dejan desnuda la pierna desde la rodilla, descubriendo -horresco referens:- la liga Boston y el calcetín restirado sobre la babucha. Clientela geográfica, en el uniforme internacional: flux de confección. Algunas rubias, venidas de Allende el Sena, se esfuerzan por parecer Cherezadas, sin acabar de resolver el problema de sentarse a la oriental púdicamente con faldas afectuosamente indiscretas. Militares nostálgicos del bled ponen entre los cojines de cuero de colores vivos cu mancha kaki o azul. Un viejo árabe, vestido con sábanas y cobertores, pellizca en la mandolina una melodía rápida, igual e interminable cual una labor de gancho. Otro le acompaña golpeando a mano abierta un pequeño tambor de latón, que sostiene debajo del brazo, como se azota a un niño travieso. Y es, es semilla, toda la amargura bárbara del cante jondo.
 
    A la mezquita la faltan diez años para quedar 'a punto': diez años, en el disolvente cielo de parís, valen por siglos de pátina bajo el sol químicamente puro de Oriente. Ahora es demasiado clara, como los edificios de una exposición. No parece definitiva. Impersonal, además: todo ha sido copiado de los más célebres santuarios musulmanes de África y de Asia. Ya, sin embargo, tiene rincones adorables: Tal ese patio de cerámica verde, todo rumoroso de agua, espejeante con sus canalillos de azulejos, entre arquería de geminadas columnas de estuco y enjalbegadas paredes que rematan en verdes tejadillos sobre cornisas de cedro tallado. Yo no he visto ninguna otra mezquita. Pero el poeta Carlos Pellicer -gran viajero ante el Eterno- suspiraba adjetivos sonoros de enes, gemelos de los que le arrancaron la mezquita del Sultán Ahmed, en Constantinopla, la del Sultán Ahmad, en Jerusalem, la del Sultán Ahmid, en el Cairo, la del Sultán Ahmod, en Damasco...

    Es deplorable que sólo podamos entrar a los patios de mármol, a las estancias de credo y esmalte, como huéspedes tolerados por un momento. Nos descubrimos una insinuante vocación de moro: ha de ser dulce ese admirable desdén por lo contingente -puesto que todo está escrito desde la eternidad-, ese aprovechamiento del tiempo en verse vivir -única forma en que el tiempo es útil-, ese flojo abandono del cuerpo en las ropas, ese suave sibaritismo en todos los sentidos. El placer refinado es siempre lento. Pensamos, además, en las odaliscas... Y todas nuestras rugosidades de civilizados nos humillan ante estos humildes bárbaros de tan innata elegancia, de tan serena indiferencia, de tan profunda filosofía: nos sentimos, un poco, cual rústicos en un salón.

    Un adolescente tunecino de ojos demasiado grandes -hondo terciopelo y claro diamante, como nunca fueron los de Carmen; los más cálidamente humanos de París- nos guía por la mezquita. Sobre nuestros zapatos brutales calzamos blandas babuchas de tafilete rojo; y vamos arrastrando los pies, entrenándonos para una problemática ataxia locomotriz, con el desgarbo de quien aprende a patinar. El cicerone comienza ya a mentir: ya, pues, empieza a haber poesía en la mezquita. Ante el pasmo de Monsieur y Madame Dupont, o Durand, o Dubois, afirma que tal patio es como el de la Alhambra de Granada. Perdemos, claro, toda fe, toda esperanza, toda caridad. Y cuando llegamos al mijrab, el santuario, orientado hacia la Meca, divinamente oloroso a cedro, lo comparamos a una gran caja de cigarros y hundimos irrespetuosamente las babuchas en la alfombra tejida en Persia durante años, hace siglos, blanda y acogedora como el amor de una otoñal. -Tú no andar ahí por ser sillas, dice el tuno -de Túnez, tuno, a veces-. Las iglesias de Francia, en efecto, más individualistas que las nuestras que se contentan con gregarios bancos, alquilan sillas para la devoción reposada. Nuestro escepticismo se rinde, sin embargo. El mijrab es admirable: y admiramos sus geminadas columnas de estuco, su vasta cúpula de cedro labrado, su inmensa lámpara de latón con foquillos eléctricos que imitan, hasta el mimetismo, mariposas de aceite, sus espesas alfombras que regalaran reyes, su púlpito incrustado de maderas preciosas, sus ventanitas estrechas donde la luz se recorta en geométricas formas de kaleidoscopio y se tiñe en los vidrios de colores -rosas y azules franyélicos, oros de margarita, rojos de llama, verdes de menta, azules de lejía-. Sus encajes -inevitable lugar común- de estuco, inverosímiles panales de yeso labrado, sobre lambrines de mosaico multicolor... Y nada más. Ya sabemos que no hay nada más, que no puede haber nada más. pero nos desazonará siempre la curiosidad de ver el rincón secreto donde se aparece el diablo, donde se sacrifica a los niños, donde se consuman inefables misterios sobre cuerpos de vírgenes adolescentes...
 
 

  


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