MÉXICO DE DÍA Y DE NOCHE
[Retablo de brujería.- El tugurio de Canidia.- Pacto con el Diablo.- El jazz purificador]

Retablo de brujería

Entre los aeroplanos que suelen cruzar su cielo, los radios que vibran en su atmósfera y los autos que recorren sus calles, Tenochtitlán  mantiene un aspecto satisfactorio de urbanización civilizada...

    Pero los templos construidos sobre los teocalis son más que un símbolo, y así como un pertinaz terremoto haría surgir por las hondas grietas, ídolos aztecas y momias coloniales, así en el alma mexicana se sobreponen los sentimientos correspondientes y a la menor ondulación de las consciencias, las supersticiones idolátricas y católicas, con máscaras de piedra o de pellejo reseco, surgen ululando de las fosas subconscientes...

    Amo los patios de vecindad donde arden malvones y "mastuerzos" en tiestos de barro, al filo de los muros enjalbegados y canta el gorrión en su jaula de carrizo y el gallo cacarea, enamorado y rijoso, como si soñara, a la fuente murmuradora...

    Pero jamás supuse que en la más risueña vivienda de cierto vecindario, barájase pasado y futuro y destílase maleficios de odio y sortilegios de amor, una reverenda bruja que otrora hubiera ardido en el quemadero del Santo Oficio.

El tugurio de Canidia

    A la sombra de los Indios Verdes oficiaba la hechicera en sórdido laboratorio hecho para impresionar a su clientela que llegaba cegada, más que por la ignorancia, por celos frenéticos, odios implacables o pasiones contrariadas... Pude  distinguir en el tugurio penumbroso y mal oliente, lechuzas, reptiles y murciélagos disecados, haces de hierbas tan sospechosas como ciertos huesos, vértebras al parecer, diseminados sobre mesas y vasares, junto a montones de monedas que se ostentaban como detalle significativo de la mise-en-scéne... Y el ojo reporteril ejercitó su indiscreción, pues al punto se me hizo entender que la persona en consulta y la bruja no necesitaban de testigos. De hablar inglés, la tal Canidia hubiérame dicho: "Three is a crowd!" mientras que un familiar gato negro frotábase contra mi pantalón...

    Abriendo la puerta para tomar el aire que tan perentoriamente se me ofrecía, entró con albórbolas de jilguero, una ráfaga de viento que erizó las plumas del tecolote empajado e hizo aletear a los murciélagos mal clavados en el muro...

Pacto con el Diablo

    Salió por fin la cliente de la bruja, brillando al sol los negros ojos, fruncido el delicado ceño al borde del misterio que sondeara, temblando aún tras de la entrevista con el mismísimo Satán bifronte recién evocado por la Celestina del Diablo...

    Aquietó su alma en pena el aire libre, su propia aura impregnada de ámbar gris y ya frente a la mesa del alegre y luminoso club campestre, comenzó a desgranar cual rosario de Misas Negras, su peregrina rapsodia, de la cual verá el lector sangrar aquí, la entraña palpitante:

    -Mi  caso es una pamplina, sólo fui a sahumarme y a limpiarme de maleficios con el "ramo compuesto", pero Armida,  para tener "poderes", tuvo que vender su alma al Diablo y hacer lo que vas a oír:

    Fue a los llanos del Peñón y, sonando las doce de la noche, con una vara de sáuz llorón, cortada en un cementerio, trazó sobre la tierra un círculo, se colocó en el centro, y con la sangre de una gallina cambuja, degollada allí y mezclada a la suya propia, que se sacó del brazo izquierdo, trazó sobre un pergamino virgen, inmaculado, que no había servido antes, ¿me entiendes?, su pacto con el demonio...

El jazz purificador

    Escribió y aquí temblaron la garganta y la voz de la conmovida narradora:

    "Te doy mi alma, eternamente, por el poder que me confieras para vengarme y hacer el mal a quien yo quiera"...

    La voz trémula se afirmó sorbiendo un trago del high ball y agregó:

    -¡Pero qué muerte tan horrible la de la pobre Armida!... Así muere todo el que hace el pacto, como ese retablo que tienes en que los demonios atormentan al agonizante... ¡Pobre Armida!

    La voz suspiró un contrito R.I.P. En esos momentos, por el gris azul del crepúsculo pasó el avión del correo aéreo.

    Los claxon de los autos lanzaban su áspero grito de pavo real junto a la marquesina; el radio cantaba apasionado un torch-song  neoyorquino y el jazz lanzó, estremeciendo a todos, sus notas africanas.

    Había que bailar toda la noche hasta el amanecer para sacudirse aquellas cenizas de brujería, aquellas pegajosas breas diabólicas...

                                                                                                                José Juan Tablada.

Excélsior, año XX, tomo V (7106), 29 sep. 1936, 1ª secc.: 5.
 
 
 


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