MÉXICO Y EL MUNDO
Excelencias pretéritas.- Huellas de la Inquisición.- El cuartel en el jardín.- Los huesos de Hernán Cortés

Realzar la magnificencia de la ciudad de México, mejor que por los adjetivos que pudieran parecer arbitrarios, por comparaciones definidas y precisas, parece ser el propósito de Bullock el viajero británico y el expediente es tanto más plausible cuanto que los ingleses no suelen elogiar las cosas ajenas con detrimento de las propias, ni aun por vía de hipérboles literarias...

    Así de un acto público del culto dice Bullock: "Aun las procesiones de Roma y otras celebradas ciudades católicas de Europa, sufrirían mucho comparadas con las de México". Y sin continuar sus elogios a lo eclesiástico, escribe: "El palacio de los virreyes es un noble edificio de mayor extensión que cualquiera otro de su clase en Inglaterra".

    En seguida, visitando el Monte de Piedad y observando las benéficas y eficaces funciones del establecimiento, Bullock llega hasta a recomendar que sus reglamentos sirvan de modelo a la empresa que a la sazón estaba organizándose en Londres bajo el nombre de "Equitable Loan Company" o sea Compañía Equitativa de Préstamos...

    Sorprende y admira a nuestro huésped la pompa, la solemnidad y el orden de las procesiones que anunciaban salvas de artillería, que recorrían las calles entoldadas, enfloradas y tendidas de ricas estofas y en las que los brocados eclesiásticos rivalizaban con los entorchados militares, a los gremios civiles uníanse las tropas en pintoresca muchedumbre y entre el azul humo del incienso, elévanse los acordes de las bandas marciales. "En esas ocasiones, observa el escritor, la ciudad derrama sobre las calles del sagrado trayecto, toda su población y esa es la única oportunidad que el extranjero tiene para admirar a su sabor a las damas, asomadas a ventanas y balcones".

    Visita el viajero los conventos. Admira el inmenso de san Francisco, de innumerables departamentos y laberínticos ambulatorios; el de los dominicos que lleno de obras de arte y espléndidas decoraciones, sirve a la sazón de cárcel para reos políticos y en cuyo atrio vio una gran piedra plana con un agujero cuadrado en el centro donde, según se le dijo, se fijaba la estaca donde eran atadas las víctimas de la Inquisición antes de ser quemadas vivas...

    En el vecino palacio de la Inquisición, no logra descubrir los horribles calabozos subterráneos de que tanto se le hablara, y a punto observa que "en la ciudad no puede haber ninguna fábrica subterránea, ya que no bien se ahonda un poco cuando instantáneamente brota el agua". Cuando Bullock lo visitó, el edificio de la Inquisición servía como escuela politécnica.

    Admira el Bosque de Chapultepec y sus próceres ahuehuetes a cuyo heno parásito da el nombre de "Barba de España", pero más se recrea en alabar pormenorizando sus agrestes o artificiales prestigios el jardín del arzobispado de Tacubaya...

    Yo visité el vasto caserón en mi adolescencia, y de aquel jardín ilustre no descubrí el menor vestigio. La enorme casona era entonces observatorio astronómico y ya había sido Colegio Militar. No vi jardines con bullidores caños, fuentes orientales y arriates de azulejos, sino patios polvosos, dilatados y tan áridos como aquellos valles de la luna que el astrónomo señor Romo, para mí un fantástico personaje de Julio Verne, hizo admirar a mi asombro infantil a través de su "gran ecuatorial"... En vez de las flores perfumadas y las pomas de oro del jardín encantado, vi sobre los muros, trazados al carbón por los broncos cadetes o por la soldadesca de Márquez, grandes figuras y letreros obscenos y ... váyase lo uno por lo otro...

    En el Hospital de Jesús que visitó acompañado por el conde Luchese, tío del duque de Monteleone, descendiente y heredero de Hernán Cortés, no sólo vio sino que palpó los huesos del gran conquistador... "Examiné atentamente el cráneo de tan extraordinaria persona, escribe, pero nada noté que lo distinguiera. Por él juzgaría que la persona a quien perteneció, era más bien de baja estatura y que había perdido algunos dientes antes de morir".

    Cuando Bullock visitó a México, la antigua Academia de San Carlos, privada de sus rentas y en penuria total, estaba clausurada. Con la brillante pintura que de ella hiciera Humboldt años antes, contrasta el presente abandono y de aquella culta institución, célebre en el continente, no queda sino el edificio y la colección de vaciados en yeso; su antiguo director (don Rafael Jimeno?) Vive, mejor dicho, agoniza, pues está indigente y casi ciego... Y sobre el estado del arte que tanto floreciera en el pasado colonial, he aquí la melancólica pintura trazada por el viajero: "Ni un solo pintor paisajista o arquitectónico perdura en esta gran ciudad, siendo sus únicos artistas o aquéllos que copian asuntos religiosos para las iglesias o aquéllos que se ensayan en el retrato y unos y otros son deplorablemente malos. El principal empleo para el lápiz y el pincel parece ser la decoración de los carruajes y las cabeceras de las camas de madera".

    Aun las mansiones de los próceres que un día ornaran sus muros con preseas pictóricas; magistrales pinturas místicas; grandes retratos al óleo blasonados con los escudos familiares y calzados por enfáticas leyendas; breves y preciosas miniaturas en marfil o lámina de cobre... ya al comenzar el siglo pasado eran misérrimas en punto a obras de arte ...

    "Visité las casas de muchos miembros de la nobleza, dice Bullock, y poco encontré digno de mencionarse. El salón del conde de Valencia lucía una serie de grabados de Claudio (Lorrain) que con la excepción de algunas bellas cosas en el palacio del obispo de Puebla, son las únicas obras relacionadas con los viejos maestros que valgan la pena de recordarse, entre todo lo que me fue dado ver".

    Tan poco fue lo que vio en cuestión de arte que aventura la creencia de que si alguna vez la fabulosa riqueza de la Nueva España hizo atravesar el Atlántico a las obras maestras del arte europeo, éstas hicieron el tornaviaje cuando los españoles expulsados regresaron a la península.

                                                                                                            José Juan Tablada.

Nueva York, febrero, 1929.

El Universal, año XIII, tomo L (4501), 21 feb. 1929, 1ª secc.: 3.
 
 
 


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