[MISCELÁNEA]
Un libro apocalíptico

Acaba de morir en Nueva York el poeta colombiano José Eustasio Rivera. Se encaminaba a la gloria; había escogido esta ciudad como catedral para su "sacre" lírico; iba a pasar bajo el arco de triunfo, cuando una larga flecha que venía volando desde las yunglas equinocciales, desde el envenenado río Negro, le atravesó las sienes, en el instante mismo en que iba a ceñirlas una doble corona de laurel...

    Con qué refinada crueldad la Muerte escogió el momento para asesinarlo!... Instantes después de que el aviador Méndez, llevándose La Vorágine, primicia de la edición que resultara póstuma, se encumbró al cielo, caía el tierra de poeta, fulminado y convulso...

    El poeta que en la alta silueta del velívolo creyó ver una ancla de esperanza, sin presentir que su sombra caía como una cruz para su tumba!

    Pero sobre esa tumba, una vez que el viento melancólico haya barrido las ofrendas del necesario pésame, habrá de aparecer una breve lápida, con sobrio epígrafe que tendrá sin embargo máxima arquitectura, mayor fuerza conmemorativa que los soberbios monumentos fúnebres labrados en granito o bronce... Esa breve lápida que crecerá como no crecen los mármoles inertes y ese breve epitafio que hablará como no hablan las piedras mudas, son el libro magistral que dicen en su carátula: "La Vorágine -José Eustasio Rivera".

    La Vorágine es un Apocalipsis, no sólo en el sentido de "revelación" que la palabra tiene, sino porque los pavores, a veces cósmicos, que difunde, lo acercan en cierto modo al libro del Evangelista... La Vorágine es el Apocalipsis de nuestras selvas equinocciales, de esos parajes surcados por caudalosos ríos y poblados por infinitas muchedumbres de árboles que aunque hostiles y aun fatales al hombre lo atraen con añagazas de riquezas y tras de ser por él lacerados, lo atormentan a su vez, lo enloquecen y al fin, implacablemente, lo anonadan...

    Ese sentido apocalíptico de las selvas americanas, esa voracidad antropófaga (de allí el exacto nombre "vorágine") de los bosques y la yunglas milenarios es la conquista lírica de José Eustasio Rivera. Antes de su aporte esas selvas o no tenían vida o la tenían insignificante y falsa, más llenas de rumores bucólicos y de suspiros nemorosos que de la espantable sinfonía que es su voz verdadera y cuya tónica, como la del mar, es un eco de espanto rodando, cóncavo, en el misterio profundo. Frente a La Vorágine lo que pueda haber de selvático en Atala, en María, la del Cauca o en La cabaña del tío Tom resulta tan trivial como una decoración de pastorela o una viñeta romántica. Eso en la geografía literaria americana; en la exótica, el mismo Libro de la selva de Kipling, grandioso como es, pierde por la contextura de fábula -a la Esopo, aunque a veces épica- y por las infiltraciones de humour, el pavor trágico que caracteriza a la obra de Rivera.

    Sólo de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad puede uno acordarse a propósito de La Vorágine y más como emulación que como procedencia.

    En esta última la fascinación y el maleficio de la selva son un sortilegio plural, indeterminado y casi abstracto. Los árboles no dañan sino porque son infinitos, como el pez "caribe", pequeño en sí, terrible en el cardumen, capaz de dilacerar en instantes a un hombre, descarnándolo hasta el esqueleto.

    La selva en función de vorágine, es decir de "atraer y devorar", no puede compararse sino al mar. Ambas inmensidades subyugan a los hombres con heliotropismo fatal, les embovedan el alma con los sortilegios de sus negras magias y conviertiéndolos en sonámbulos los condenan a peregrinar por sus ámbitos, terrestres o pontinos, hasta sepultarlos en sus abismos en ambos casos verdes, móviles y alejados del esplendor solar!

    Pero la impiedad y la truculencia selvática son mayores que las del mar. Éste a pesar de sus aparatosos catástrofes, de sus monstruos y de sus vendavales suele dejar con vida a los nautas que lo surcan, pero la selva no. El mar tiene un Maelstrom  pero en la selva incidit in Seyllam qui vult vitare Charybdim, porque ella, íntegra y fatal, es la vorágine!

    Quizás la selva es una inmensa boa anaconda, arquetipo de monstruos, del que los demás organismos, fauna y flora, caimanes carniceros y orquídeas venenosas, no son sino células. Boa gigantesca, leviatán terrestre, su vaho hipnotizador atrae y enloquece al mísero aventurero que al fin sucumbirá entre el abrazo constrictor de sus anillos invisibles, pero omnipresentes

    Hasta las entrañas de ese vestigio llegan el alucinado poeta Arturo Cova, que por el "Ananké" sobre la frente parece un chozno de Edgar Poe, y Alicia su lamentable amante... El primer acto de la tragedia es como un lívido relámpago en los llanos de Casanare a cuya luz espectral pasan las estampas de la salvaje vida criolla que tienen de Goya, de Callot, de los centauros y de los pieles rojas...

    Luego la tragedia entra en plena selva, a esa región de misterio surcada por siete ríos enormes que parecen resguardarla como siete dragones, fluidos y terribles, el Caquetá, el Vaupes, el Inírida, el Guaviare, el Vichada, el Meta, el Ele... Siete fosos ante la ciudadela de Satán; siete sellos apocalípticos; siete amonestaciones pavorosas... pero el poeta alucinado y su daifa sonámbula y la comparsa de ilotas y malandrines que van con ellos, prosiguen como impelidos por el fatum, a empellones, como reacios condenados a muerte, entre los árboles que al paso del pávido tropel amenazan y gesticulan como en los dibujos de Ruelas!

    Estas notas a vuela pluma intentan llamar la atención pública sobre una de las obras magistrales que ha producido la novela americana, la primera quizá en el sentido autóctono y terrígeno y quieren rendir un homenaje al poeta Rivera que tuvo con su estro singular, cordiales sentimientos, disciplinas caballerescas, prestancia atlética. Por estas dos últimas virtudes se me antoja un retoño de los conquistadores cuya sangre tenía. Como ellos, aunque con fines superiores, se lanzó a la aventura y conquistó la selva. En medio de ella vio, como un enorme corazón, al monstruoso ídolo de piedra y se encaró con él y lo golpeó con su mandoble y el ídolo arrojó chispas que fueron como lenguaje de luz!

    Este no es un símil vano, es una verdad porque gracias a Rivera nuestra América que era sólo un concepto arqueológico para el mundo, ha comenzado a hablar con sentido espiritual y humano.

    Pero Rivera hizo más, hizo que el ídolo confesara sus crímenes, que revelara esa infame explotación de los "caucheros", ébano humano de los modernos piratas industriales; crimen nefario en el que cuatro naciones, Ecuador, Brasil, Colombia y Venezuela son cómplices puesto que lo toleran y verdugos puesto que entregan a sus propios hijos.

    La muerte de Rivera fue una venganza de la selva; fue una flecha envenenada con curare que desde allá atravesó volando el continente y vino a herirlo a Nueva York; fue, como en el caso de Roosevelt, una consecuencia del paludismo que el poeta contrajera en las yunglas...

    La selva no perdona, ni al zurdo Nemrod que mutiló a nuestra América ni al excelso poeta que la glorificó.

    ¡La Vorágine!

                                                                                                José Juan Tablada.

Nueva York, enero 1920.

El Universal, año XIII, tomo L (4466), 17 ene. 1929, 1ª secc.: 3.

 
 
 

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