[CRÓNICA NEOYORKINA]
Crónicas de Nueva York

El bohemio de la corbata roja

Tan líricamente como el "Amico Fritz", anunciando la primavera, ha llegado a Broadway, al frente de su orquesta, Miguel Lerdo de Tejada. Sobre las últimas nieblas invernales los sarapes de Saltillo han prendido su aurora boreal y en los vestíbulos teatrales de Manhattan y Brooklyn ancló nuestro arte vernáculo sus chinampas de flores inverosímiles, corolas de luces de bengala, cálices flamígeros, polen dinámico de oro en chisporroteo y el público no tardó en darse cuenta de que tal display ornamental y tanto cromático derroche no son sino tarjeta de visita del maestro Lerdo y de su Orquesta Típica, el equivalente plástico de su música y el programa de sus esperadas audiciones.

     La joyante promesa se ha cumplido. Desde la noche de su estreno en el Teatro Palace de Broadway, escenario de maestranza consagrador de famas, hasta su despedida en el suntuoso Albee de Brooklyn, Miguel Lerdo y sus músicos recibieron cerca de cincuenta ovaciones consecutivas, que los obligaron a bisar, invariablemente, tres o cuatro números al final de cada audición...

     No recuerdo haber presenciado tan entusiasta respuesta del público, sino en las memorables veladas del "Murciélago" moscovita, en su temporada inicial del roof del Century, mas debe tenerse en cuenta, en pro de los mexicanos que han logrado sólo con la música lo que los rusos consiguieron merced al armonioso concurso de las artes todas: coreografía, pintura, poesía y el irresistible ingenio del archimimo Balieff ...

     ¿No es esto, acaso, índice y estímulo hacia las inmediatas y progresivas posibilidades para las empresas mexicanas que deseen conquistar a este público propicio y generoso?...  Que sin fatales pretensiones de resolver problemas estéticos o hacer arte intransigente, sino con la misma franca ingenuidad con que se produce la música popular, busquen nuestros ingenios temas idóneos, apliquen los pintores sus dones a la escenografía, organicen y disciplinen los directores de escena y baile grupos y conjuntos y el éxito aquí será indudable...  Habrá que seleccionar en nuestro folklore lo que sea universalizable; expresarlo en un género mixto de ballet y pantomima, creando algún arbitrio semejante al coro griego, que incorporado armoniosamente a la obra explique o aclare lo indispensable...

     Así hablaba con Lerdo en su camerino, entre dos audiciones, y él, más convencido y entusiasta que yo, perdidos los claros ojos en el fascinador espejismo que sólo espera nuestro esfuerzo para trocarse en realidad, suspiraba melancólico:

     -¡Ah, hermano!... ¡Si yo tuviera veinte años menos!

     -Tú ya hiciste tu obra -repuse-, y a ti y a tus colaboradores se debe que sean posibles hoy tantas fascinadoras oportunidades. Nuestra época fue de pioneers; la radiosa aventura que vislumbramos corresponde a los jóvenes y si no la acometen y la conquistan, será porque son ineptos, no ya para el combate, sino para la más esencial alegría de vivir.  ¡Qué preseas y galardones, qué trofeos y loving-cups ofrece esta ciudadela al ímpetu artístico!  ¡Murallas de oro que caerán como las bíblicas, no al choque de las armas, sino al frémito de áureos clarines!  En verdad, quienes ejercen un arte universal no embovedado por el idioma, músicos, pintores, escultores, arquitectos, si no vienen aquí a crearse una renta vitalicia es porque padecen abulia o sufren agorafobia...

     ¿Esta última palabra helénica provocó en Miguel reminiscencias díazmironianas?

     El caso fue que, mezclándola con nuestro folklore, aprobó mi discurso así:

     -Sí, hermano... Convertirse aquí en héroe del Beodromión, es como....  ¡robar a una borracha!

     ¡Caro Miguel Lerdo! Su espíritu democrático y conciliador tuvo siempre la propensión de hacer fraternizar los temas clásicos con los más populares...  Recuerdo su entusiasmo al oír por primera vez La Chambelona, himno de no remota revolución cubana, de esas amables revoluciones que antes que nada decretan la amnistía general...  Miguel era todo oídos:
 

    ¡Ahé, ahé, ahé,
    Ahé, ahé la Chambelona!
     Resonaban güiros y bungós; el bombardín pícaro y las botellas, las campanas y las vejigas de la rumba delirante y al morir el último compás, Miguel, que había escuchado, como en éxtasis prorrumpió:

     -¡Pero si esto es grandioso! ¡Pero si esto es divino!...  ¡Pero si esto es griego!

     Brinqué en el asiento... ¿Qué sucedía?... ¿El Morro en el Parthenon? ¿El Acrópolis en Marianao?... Nada sucedía, nada... sino que Miguel acababa de identificar el Ahé, ahé, ahé de la zandunguera Chambelona con el dionisíaco Evohé de las bacantes!

     Que se indignen los clásicos, no yo, que en aquel arranque de mi amigo sólo vi su ingenuidad, una blancura tan suya como la característica palidez de su rostro...  Una candidez que es prenda de su intuición de artista, cifrada en esa misma ingenuidad paradójica que ha ido por la vida del brazo de la más mundana y sutil malicia, como una virgen al amparo de celosa dueña que jamás la vendiera...

     Por más que la imagen parezca fuera de escala, diré que esa blancura desconcertante es como nieve de volcán ardiente.  Con  ardor de arte y de pasión, porque el autor de Perjura, de Aleluya y de otros muchos cantos semejantes, llevó el compás, antes de tener batuta magistral, con el ritmo de su propio corazón.  No cantó de memoria (no vaciló de olete, diría un boquifuerte vernáculo) y quizás entre las líneas del pentagrama puedan seguirse las curvas de su fiebre juvenil...

     Sólo así pudo Miguel Lerdo imponer los ritmos de su propio sentir a la emoción de toda una época, a la oscura y anónima que suspira y solloza en la sombra, sin voz para expresarse ni alas para volar...

     Hubo una época, una larga época, en que los amores nacieron entre Violetas y esas flores líricas se cuajaron de lágrimas como las naturales de rocío...

     Época en que las nupcias profanas, quizá las más fervientes, tuvieron por epitalamio a Aleluya y en que las melodías de Perjura amortajaron románticamente los amores truncados.

     ¡Obra de alta magia que hoy me asombra! Las notas de aquella música parecían caer en nuestros vasos como filtro invisible, haciendo más hirviente el champagne, más hondo y opalino el ajenjo... ¡Magia pura!... Resonante y estremecido por esas músicas todo el Café Colón zarpaba hacia Citerea como la Galera de Watteau ...

     La esquina de Micoló, el coiffeur elegante, en Plateros, hace lustros... Pasan sobre el macadán el landó presidencial con "Chausalito", Sir Spencer en su victoria, Perico Terreros a caballo. Van por la acera el Duque Job con el puro en la boca, los ojos en el puro, la gardenia en el ojal; Augusto Genin con los periodistas Henrlot y Samson; un grupo de rubias entre risas y perfumes, de la trouppe de la Benatti o la Judic...  ¡Plateros no era todavía la caricatura de Main Street; aún era un reflejo de Francia, el boulevard!

     De pronto, por la esquina de la Palma, desemboca Miguel Lerdo de Tejada, que entonces era para mí tan fantástico como Pierrot, tan inquietante y misterioso como el veneciano Casanova -¡Oh, juventud!-, porque Miguel tocaba entonces en los que el propio Seingalt hubiera llamado los casinos de Murano... poblados de criaturas tan bellas y frágiles como los cristales de la ínsula, yo que más tarde habría de conferirle el título de Maestro-de-Capilla-de-las-Misas-Negras...  admiraba y envidiaba a Miguel sinceramente.  También por su música, también porque era buen mozo, pulcro en el vestir, pálido como Pierrot y con ojos azules como Nausicaa...

     Y porque venía de los casinos de Murano, porque les hablaba de tú a las monjas y creo que las confesab e la mamá...  Carlota. ¡Allá ellos!

     Aquella mañana de Plateros, al acercarme a Miguel, dudé por primera vez de su pulcritud, porque, vestido todo de negro y oliendo ligeramente a cristal de Murano, lucía una corbata más roja que la muleta del torero Rebujina.  Parecía como si toda la sangre, ausente del rostro, se le hubiera coagulado en la pechuga...

     Me atreví a reprochárselo, pero él, sonriendo mustiamente, replicó:

     -¡No me critique usted, señor poeta! ¿Ha notado usted acaso que tengo los zapatos rotos?... No, ¿verdad?... Pues para eso son las corbatas rojas, amigo mío, para que no le vean a uno los pies cuando el calzado es deficiente!

     ¡Así aquel artista bien nacido, vástago de ilustre cepa, salvaba con ingenioso dandismo los ultrajes de la abominable bohemia!

     Ayer fui con el maestro a saludar a su esposa y a conocer a su lindo hijo, las dos adoraciones a que hoy vive consagrado. De sus triunfos se alegra, porque se incorporan al prestigio patrio, porque le abren paso a sus compañeros de arte, porque acendran el familiar bienestar, pero no cifra en ellos personal vanagloria... Esas debilidades son para los advenedizos, pero para quien ha consagrado al lírico esfuerzo toda una vida, no es el triunfo vino enloquecedor sino vaso de agua clarísima, al rendir la jornada.

     El bohemio de la corbata roja es hoy el dandy de difíciles elegancias espirituales, entre las que se cuenta un amable escepticismo para las cosas mundanas.

     Tan es así que cuando alguien exaltaba con pompa retórica un gajo de laurel de su reciente cosecha, Miguel, pasándose la mano por la frente, me miró intencionado...

     Iba sin duda a decirme:

     -¡Hermano, los laureles son útiles para tapar las canas!

     Pero no se atrevió a pronunciar la frase, por miedo de empañar con una duda los claros ojos de su hijo, que lo miraba absorto...

     Se conformó con decírsela en melancólica sonrisa al sol, que se ponía ya tras los rascacielos neoyorkinos.
 

         José Juan Tablada.
Nueva York, abril de 1928.
 
 

El Universal Ilustrado, año XI (573), 3 mayo 1928: 23, 54
 
 


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