LAS HORAS NEOYORKINAS
[Detective y periodista.- Misteriosos, aun para sus amigos.- Como ideado por Conan Doyle]

Detective y periodista

Llegamos a la misma hora el misterioso hombre y yo a aquella casi desierta estación de ferrocarril, perdida en las montañas; los dos vimos con igual contrariedad alejarse el tren que íbamos a tomar y los dos con igual gesto resignado nos acercamos a la estufa de la sala de espera. Teníamos que esperar dos horas el próximo tren que nos llevaría a Nueva York, y como era natural entre gentes sociables, comenzamos a conversar. Entre él, detective, y yo, periodista, los temas interesantes abundaban. Yo inicié la discusión de aquél cuya actualidad palpitaba; celebré el triunfo policíaco, por el que todos los miembros del sindicato del crimen, menos uno, estaban ya a la sombra... Pero el detective se encogió de hombros:

     -El triunfo, repuso, no fue el de la captura, sino el de la identificación, por medio de las huellas digitales. Los criminales miran con terror sus propias manos, no porque estén llenas de sangre, sino por que allí, en las yemas de sus propios dedos llevan su condenación. La vieja frase "el dedo del destino", para el criminal no es una metáfora... Pero, en cambio, de ese triunfo sobre el cual ha basado usted un elogio entusiasta para la policía neoyorkina, ¡cuánto fracaso!

     Y luego agregó esta frase que cuadra bien para un subtítulo:

     Las manos de hierro de la policía van a tientas, entre un mundo de fantasma y misterioso Lovelace, y el caso del otro Don Juan Desmond Taylor, el de Hollywood?... Entre estos dos últimos casos hay asombrosos puntos de semejanza, Desmond Taylor, jefe director de los Estudios Lasky, los Famous Players, de Los Angeles, fue encontrado muerto, con el corazón atravesado por un balazo y por algunos días sus amoríos llenaron el ambiente de penumbras perfumadas como si las hojas de los diarios que se abrían, fueran puertas de alcobas; como si las pijamas de seda de las vampiresas más famosas hubieran sido sacudidas en el aire. En todo aquello el público metía las narices, con un sadismo que descubría tras del aroma de las aguas de tocador, acres olores de pólvora y de sangre fresca. El público ama todo eso y usted, que es periodista, lo sabe bien. Un párroco, puede usted leerlo en el diario de hoy, ha dicho que el público americano es prurient (lascivo) frente a las cuestiones sexuales. En el caso de Desmond Taylor, como en el de Elwell, se creyó que la causa del crimen habían sido los celos. Celos, balazos, Hollywood, misterio, con esos factores el repertorio hace que suban las ventas y que se agoten las extras.

     El paralelo entre los casos Elwell y Desmond Taylor es para asombrar: Taylor estaba solo cuando fue asesinado, lo mismo que Elwell. Acababa de visitarlo una mujer, miss Mabel Normand. Elwell también estuvo con una mujer hasta momentos antes de su muerte, aunque jamás se pudo determinar con exactitud quién fue ella. En ambos casos los hombres victimados eran desconcertantes...

    Misteriosos, aun para sus amigos

     Hasta para sus asociados fueron ambos un perfecto arcano, tenían relaciones en vastos círculos sociales, pero no se les conoció un solo amigo íntimo. Así fue siempre don Juan, el clásico enamorado; estando continuamente consagrado al amor, la amistad lo embarazaría.

     Desmond y taylor tenían reputación de Tenorios. Desmond, por lo menos era un gavilán, cuyo tibio nido estaba hecho con las plumas de las más tiernas palomas del palomar de Hollywood... En ambos casos, el arma homicida, el revólver, jamás se encontró.

     Otro hecho de sorprendente semejanza consistió en que las puertas de las dos casas donde fue perpetrado el homicidio, se encontraron cerradas con llave, después del crimen. Una reciente teoría, que, sin embargo, no ha sido reforzada, hace de ambos protagonistas las víctimas de una poderosa banda vendedora de drogas.

    Como ideado por Conan Doyle

     De ambos crímenes estuvieron ausentes todos aquellos elementos usuales que aparecen en los crímenes vulgares.  Fueron crímenes magistrales, como De Quincey hubiera dicho, y tales como sir Conan Doyle los hubiera concebido.

     Las víctimas no fueron robadas. No hubo lucha de ninguna clase. No hubo papeles trastornados ni sustraídos. A nadie se vio entrar o salir de las casas. Ambos hombres vivían doble vida, escondiendo su verdadera personalidad bajo un antifaz de inteligencia, sociable suavidad  y mundano encanto. ¿Bajo esas máscaras qué se ocultaba? Si eso se supiera automáticamente el misterio desaparecería...

     Aquí el detective enmudeció, reconcentrándose evidentemente, como siguiendo una lejana y trémula luz en un sendero oscuro, y yo comenté:

     -Sí, vivimos entre fantasmas y lo desconcertante es que en Nueva York, como en todas las grandes ciudades, no se puede distinguir, por su aspecto exterior, a los criminales y a los hombres honrados... Yo, muchas veces, en el ómnibus, en el subway o en el teatro, tengo la desagradable sensación de estar sentado junto al asesino de Elwell, de Desmond Taylor, o de cualquier otro miembro de los sindicatos del crimen que la policía no incluye en sus registros... ¡Es imposible distinguir a un hombre honrado de un criminal!

     El detective sonrió y devolviéndome una tarjeta mía que yo nunca le había dado, me dijo:

     -No, mister Tablada, no es imposible nada para un buen detective; primero la observación y la psicología y, enseguida otros muchos medios de identificación de que siendo detective, es lícito echar mano... Ningún criminal viviría, como usted vive, en una casa y en un barrio tan tranquilos...

     El tren que esperábamos llegaba. Mientras volvía a ponerme el abrigo pensé que, a bordo del tren, tendría tiempo de preguntar al detective cómo me había sustraído aquella tarjeta... Pero una vez a bordo del tren que corría vertiginosamente hacia Nueva York, recorrí en vano los seis carros del convoy, sin encontrar a mi hombre... Quizá fue aquel garrotero que pasó cerca de mí, con la bufanda hasta las narices y levantando su linterna, como examinándola de cerca...

     El caso es que, aun con detectives de ese calibre y confesado por ellos mismos, en la vida de Nueva York, como en la pantalla de los cinematógrafos, los criminales se disuelven y la mano de hierro policiaca cruje en vano, apretando sólo el aire, entre la sombra...
 

         José Juan Tablada.
 Nueva York, diciembre, 1923.
 
 

Excélsior, año VII, tomo VI (2464) 21 dic. 1923, 2ª sec.: 3.
 
 


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