sobre la
amarga espuma que rompe en los farallones, tiernas y suaves flores de cerezo;
rabias procelosas arrojan a las gaviotas moribundas hasta la intrincada
espesura de las cimas arbóreas, y bajo las sombras nocturnas, entre
la inquietante promiscuidad de mar y tierra, el peregrino alucinado no
sabe discernir en su pavor si las luciérnagas del bosque son agoreros
fuegos de San Telmo en mástiles navales, si la grama que ondea al
viento nocturno es marea que avanza a su encuentro, si resuena el bosque
o muge el océano, pues sombra y misterio identifican vaivenes y
rumores de hojas y de olas...
Desde Shinagava en los suburbios
de Yedo, hasta Otzu a extramuros de Kioto, el Tokaido es no sólo
extenso panorama y variado escenario, sino pululante exposición
de tipos y costumbres.
Es la Naturaleza y es la vida; es
el Teatro, pero es también la Comedia...
En el Japón feudal,
místico y guerrero, fue el Tokaido un extenso campo de parada que
de la ciudad aristocrática y religiosa, Kioto, a las ciudadelas
y shiros shiogunales de Yedo y Kamakura, hizo desfilar durante siete
siglos los más brillantes y suntuosos cortejos de daimios y capitanes,
de samurayes y de bonzos, en procesiones unciosas y bizarros tropeles,
que a la vera de la gran ruta, y a través de las persianas discretas
de las posadas, miraban pasar con respetuoso recogimiento, el temor y la
devoción populares.
Entre peregrinaciones sagradas,
cortejos nobiliarios y desfiles militares; entre las sendas emba-