JOSÉ JUAN TABLADA
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paisaje albicante en armonía de azul y plata; el Nakagava o río de adentro, se dilata ancho y especular como vasta laguna, y por fin, visto desde la circular ventana de una casa de té, el río Moriuchi baña huertos de cerezos y negras pinedas, que incrustan el azul glasé de sus aguas con azabaches y corales...
    A los paisajes fluviales mézclanse los alegres aspectos de Yedo en fiesta, luciendo las variadas alegorías y las matizadas decoraciones de ese pueblo que posee centenares de templos, millares de dioses y que no deja pasar una sola lunación sin celebrar alguno de los festivales en que tan deliciosamente se mezcla lo esotérico a lo exotérico, el místico hieratismo a la celebración demótica y profana.
    Así aparece el barrio de Asakusa con sus casas de té en saledizo sobre el río, visto desde un buque empavesado, al ancla junto al puente de Riogoku; así todo el arrabal de Shichiú, se engalana con mil ramas floridas de las que cuelgan como en los árboles de Navidad, calabazos, copas y frascos de saké, rojos pescados y tajadas de sandía y así decorado, celebra el festival de la estrella Tanabata, la divinidad astral que en cierta noche del año pasa el Río Celeste y celebra sus nupcias con su amado, el lucero Kengyú...
    Así también entre los róseos cerezos de Adzuma, a la vera de un estero ultramaro y sobre un talud verdegay, zigzaguea un sendero jalde todo plantado de mástiles, que anuncian el matsuri del inmediato templo shinto.
   Y por fin, en la isla fluvial de Tsukuda, un es-
 
 
 
 
 

 
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