JOSÉ JUAN TABLADA
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   A intervalos, una pareja de cuervos surcaba croasando el cielo azul, proyectando a veces fugaz y doble sombra en el albo papel que Hiroshigué entintaba.
    Tramontando el sol, con el té humeante y la colación vespertina el descanso llegaba y en seguida el baño tépido y reparador. Fumando breves pipas el artista salía al umbral de la casa y en el tráfico de la vía, en el ir y venir de los transeúntes observaba los tipos con que luego poblaba sus paisajes.
    Pasaba el hana uri llevando en los extremos de un balancín, fragante y matizada carga de flores que eran según las estaciones sucesivas, desde la precoz flor del ciruelo, hasta la crisantema tardía del otoño dorado. El shichi mai, juglar callejero, preludiaba equilibrios y escamoteos, congregando a los transeúntes al reclamo de ronco atambor...
    El  sakanauri ofrecía, dentro de anchos cubos, peces azules, pardos, morachos y bruñidos de azogue o de oro. El kanban kaki o farolero, vendía linternas sobre cuyo albo papel escribía luego con primor quirográfico el nombre del comprador.
    Pasaban enseguida el amma, ciego masajista de cráneo glabro, sonando obstinadamente las dos notas de su flautín; el samurai altivo con sus dos sables al costado; el yaenuki medio cirujano, medio acróbata, que arrancaba dientes y muelas sin más pinzas que sus dedos acerados... el hinoban o velador nocturno cuyas planchuelas de madera, chocando a intervalos, previenen a los incautos contra incendios posibles...
     Y no llegaba noche, ni albeaba día sin que Hi-
 
 
 
 
 


 
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