A intervalos, una pareja de cuervos surcaba croasando el cielo azul, proyectando
a veces fugaz y doble sombra en el albo papel que Hiroshigué entintaba.
Tramontando el sol, con el té humeante y la colación vespertina
el descanso llegaba y en seguida el baño tépido y reparador.
Fumando breves pipas el artista salía al umbral de la casa y en
el tráfico de la vía, en el ir y venir de los transeúntes
observaba los tipos con que luego poblaba sus paisajes.
Pasaba el
hana uri llevando en los extremos de un balancín,
fragante y matizada carga de flores que eran según las estaciones
sucesivas, desde la precoz flor del ciruelo, hasta la crisantema tardía
del otoño dorado. El shichi mai, juglar callejero, preludiaba
equilibrios y escamoteos, congregando a los transeúntes al reclamo
de ronco atambor...
El sakanauri
ofrecía, dentro de anchos cubos, peces
azules, pardos, morachos y bruñidos de azogue o de oro. El kanban
kaki o farolero, vendía linternas sobre cuyo albo papel escribía
luego con primor quirográfico el nombre del comprador.
Pasaban enseguida el amma, ciego masajista de cráneo glabro,
sonando obstinadamente las dos notas de su flautín; el samurai
altivo con sus dos sables al costado; el yaenuki medio cirujano,
medio acróbata, que arrancaba dientes y muelas sin más pinzas
que sus dedos acerados... el hinoban
o velador nocturno cuyas planchuelas
de madera, chocando a intervalos, previenen a los incautos contra incendios
posibles...
Y no llegaba noche, ni albeaba día sin que Hi-