ba a la moda y cedía a la demanda de la época,
pintó actores y cortesanas, escenas de teatro y de Yoshivara, episodios
de la epopeya feudal, fantasmagorías legendarias, todos los capítulos
en fin, del folklore que reclamaba el gusto reinante.
Esas series de asuntos extraños
al genio de Hiroshigué son las que, a mi juicio, deben presumiblemente
señalarse como sus obras iniciales y no sólo como pretenden
algunos autores, las de carácter tan definitivo como los "Lugares
célebres de Yedo" (Meisho Eddo hiakkei) y las "Vistas del
Fuziyama" (Fuji no hiakuzu).
Mientras Hiroshigué
conquistaba su personalidad y encontraba su camino, nada raro parece que
hubiera intentado la figura en las escenas teatrales, galantes, épicas
o legendarias... No así una vez que se hizo notorio en el paisaje
y practicándolo dejaba a un tiempo satisfechos sus propios ideales
y el interés utilitario de sus editores.
En el Japón, más
que en ninguna parte, el artista prefiere ser intenso a ser extenso; se
limita a un género y, especializándose en él, llega
a ser un favorito del público. Así se ven no sólo
individuos, sino familias que de padres a hijos, de generación en
generación, cultivan un arte único, dentro de ese arte una
especialidad y a través de los tiempos se transmiten no sólo
recetas artificiosas y secretos técnicos, sino predisposiciones
hereditarias y atávicas idoneidades. La selección, la afinación
y sutileza del órgano por la especialidad de la función,
pueden explicar esas maravillas de factura que pasman y sobrecogen de asombro
en tantas obras no ya del arte, sino de las industrias japonesas...