No, Hiroshigué pasó
por el taller de Toyohiro, naturista atemperado por el sensual preciosismo
que Utamaro puso en boga, como podía haber pasado por el taller
de Maruyama Okio, un sutil y minucioso realista, o por el de Ogata Kórin,
un estilizador sintético y portentoso.
Pasó y salió
intacto, ecuánime, igual a sí mismo, sabio como artífice,
ingenuo y simple como poeta, con los ojos abiertos más que a la
vida y a los gestos de la humanidad, como todos los demás artistas
de la Ukioyé, a los espectáculos inertes y pasivos
de la naturaleza, a lo estático más que a lo dinámico
y con el kokoro30
lleno de ese robusto panteísmo búdico que une en cadena mística
y en amorosa identidad todo el universo, la vida total; las nebulosas de
la Vía Láctea y el ardiente grano de incienso; la luna llena
bogando en el zenit y la luciérnaga arrastrándose sobre la
grama...
Y así, Hiroshigué,
pintó su obra.
30. Falsamente
suelen los europeos traducir
kokoro por corazón; es más,
es el corazón y es la mente, la sensación y el pensamiento
en abstracto, y en lo material son todas las entrañas contenidas
en el tórax, como si sintiendo, en arte, más que nosotros,
no les bastara a los japoneses sentir con el simple corazón... |
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