JOSÉ JUAN TABLADA
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    No, Hiroshigué pasó por el taller de Toyohiro, naturista atemperado por el sensual preciosismo que Utamaro puso en boga, como podía haber pasado por el taller de Maruyama Okio, un sutil y minucioso realista, o por el de Ogata Kórin, un estilizador sintético y portentoso.
    Pasó y salió intacto, ecuánime, igual a sí mismo, sabio como artífice, ingenuo y simple como poeta, con los ojos abiertos más que a la vida y a los gestos de la humanidad, como todos los demás artistas de la Ukioyé, a los espectáculos inertes y pasivos de la naturaleza, a lo estático más que a lo dinámico y con el kokoro30  lleno de ese robusto panteísmo búdico que une en cadena mística y en amorosa identidad todo el universo, la vida total; las nebulosas de la Vía Láctea y el ardiente grano de incienso; la luna llena bogando en el zenit y la luciérnaga arrastrándose sobre la grama...
    Y así, Hiroshigué, pintó su obra.
 
 
 
 
 



 
 
 
 
 
 
 
30. Falsamente suelen los europeos traducir kokoro por corazón; es más, es el corazón y es la mente, la sensación y el pensamiento en abstracto, y en lo material son todas las entrañas contenidas en el tórax, como si sintiendo, en arte, más que nosotros, no les bastara a los japoneses sentir con el simple corazón...

 
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