tas y bravías jacas u oscilantes al tardo paso de los búfalos negros;
hendían los aires gritos, pregones, risas, cadenciosos cantos a cuyo ritmo,
equipos de trabajadores igualaban su esfuerzo; apóstrofes y saludos
que subían del canal y respondían desde los muelles...
La coloración del cuadro
era sombría, a pesar del sol matinal, de intenso violeta las techumbres
de los edificios, pardas y oscuras sus maderas; de sepia y tinta neutra
las piedras de muelles y ancones, y de azul índigo oscuro la nota
dominante en los trajes de la multitud y en las cortinas de los almacenes.
Y sólo, sobre éstas y aquéllos, recortados con primor de
blasón y vivacidad de esmalte, lo mismo en el pórtico de
la tienda que en la espalda del jornalero, destacábanse en blanco
los bellos ideogramas chinos, los jeroglíficos ornamentales y parlantes
que tan declaraban un gremio como pregonaban una enseña...
Y sobre todo aquello, en calles
y canales, flotaba el olor peculiar a las urbes japonesas, un aroma de
incienso y de marea, como si una ráfaga salobre trajera desde el
océano, el efluvio de la mirra que arde en el Horai, el alcázar
submarino del Rey de los Dragones...
Ahora, la barca que Tokubei
tripula, tras de dejar en Nihonbashi a dos pasajeros, vira en redondo y
pone la proa hacia el puente de Moshichi. Recorre este canal; ya en su
término vira a babor y al entrar en Honhatchobori, Tokubei distingue
a la izquierda una casa humilde, pero que a sus ojos de artista vale más
que los yashiki de los daimios. Es la morada de Toshusai Sharaku,
el pintor de