HIROSHIGUÉ
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tre el chorro de las cascadas, afirmó con estímulo ideal, secretas y tenaces ambiciones de su espíritu. Pensó luego en húmedos remansos fluviales, donde entre el verde reflejo de los sauces, muestran los peces a flor de agua, el móvil hocico elástico; los redondos ojos atónitos; el dorso morado como el envés de las uvas y de súbito, esquívanse, en ágiles regates con espejeos fugaces de carey y de azogue...
    A la sazón la barca llegaba al puente de Yetai y, pasando entre sus gruesos pilotes, viraba a la derecha enfilando la proa por el canal de Koshiuhori. Allí cambiaba el panorama y Tokubei no volvía a encontrar, como sobre el río, las góndolas de farolillos apagados y mujeres pálidas y soñolientas que tras de la orgía nocturna, retornaban a los surgideros de los barrios distantes. Veía, por el contrario, el tráfago naciente de la ciudad mercantil; las grandes barcazas que, cargadas de té, de arroz y de fardos de toda especie, simétricamente estibados, partían de las alhóndigas rumbo al vecino puerto. Los juncos de arriscada proa y velas de mimbre, plegadas en menudos rizos, entraban al remo o a la sirga, hacia las pescaderías de Nihonbashi, para volcar en sus muelles la reciente pesca, brillante al sol y olorosa a yodo y a salmuera. Entre los puentes Yedobashi y Nihonbashi la afanosa vida de la Cité exaltaba su vertiginosa actividad...
     Kaurá, Kaurá, Kaurá, decían los zuecos de palo tableteando sin cesar sobre los puentes combos y sonoros; chirriaban las carretas cargadas con rábanos gigantes, gruesos como el muslo de un hombre; repicaban los cascabeles sacudidos por hirsu-
 
 
 
 
 


 
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