El sampan, a la deriva, descendía
el Sumida gava... Antes de llegar al puente de Riogoku y a la altura de
los muelles del Taikun, Ando Tokubei, reconociendo en el batelero a un
amigo suyo, habíase embarcado, deseoso de reposar a bordo y llegar
así, tendido muellemente, a través del río y de los
canales, hasta su casa en el barrio de Nakabashi. Alegrábalo,
después de la nocturna fatiga, el pregusto del té aromoso,
del blanco y esponjado arroz, de la dorada tempura14
que en llegando a su morada saborearía.
Mientras el patrón
de la barca remaba, o bichero en mano, abríase paso entre lanchas
y canoas, charlando sin cesar, tarareando canciones que interrumpía
para apostrofar con ruidosas invectivas a cuantos pasaban río arriba,
a la vera de su batel, Ando Tokubei lo contemplaba, atento al juego de
los músculos bajo el desnudo torso de bronce, todo cubierto con
los meandros y arabescos de un suntuoso tatuaje azul y rojo.
A babor, hacia el barrio de
Honyo Fukagava, veía chispear a los rayos del Sol Levante las carpas
de oro erguidas sobre la techumbre violeta del templo de Hachimán y la visión
culminante del brioso pez, símbolo de la energía viril, que
a fuerza de aleta y cauda asciende como por escala de cristal, en-