al mirar a los
hombres fascinados tras de sus huellas, en la razón de los viejos
proverbios: "Un cabello de una cortesana puede detener a un elefante"... "Con el silbato tallado en el sueco de
una gueisha, puede atraerse a un siervo en celo."
Pero no la siguió,
dejando que el cortejo se alejara... Rompía la hora del Tigre,
la hora tempranera, en que las brumas del río Sumida, teñidas
de rosa por la luz del alba, se enredan en las ramas desnudas de los cerezos
de Mukoshima, fingiendo una precoz y sonrosada floración... Era
la hora del alba, en que sobre la tierra invisible y el cielo gris, el
cono de nieve del Fuziyama parece flotar, suspendido como el abanico de
plata de algún Dios. Era la hora del Tigre, negra y amarilla, entre
la sombra nocturna que se disipa y el oro del Oriente que principia a lucir...
El hombre del estandarte permaneció
inmóvil, hasta que sobre las veredas de los arrozales, surcados
por los rumorosos vuelos de las garzas, se perdió el cortejo de
la cortesana rumbo al vecino Yoshivara, cuyas farolas palidecían
entre el fulgor del amanecer.
Contempló largamente
el divino panorama tendido ante sus ojos y luego, como inspirado, con pincel
febril, sobre un papel que palpitaba al viento matinal como las alas de
las garzas, se puso a dibujar.
Aquel hombre era Ando Tokubei,
el mismo que más tarde sería el paisajista ilustre conocido
con el nombre de Ychiriusai Hiroshigué...