de un daimio de donde salía,
pretendiendo llegar hasta el Yoshivara, para poner a salvo su guardarropa
y su tesoro. No queriendo ser reconocida y teniendo que salir de la litera,
recurrió al expediente de cubrirse el rostro con una de las máscaras
que acabara de servirle para sus fantásticas danzas profesionales.
Los hikeshi y las meninas
reían ya del repentino espanto.
Aquéllos dijeron a la gueisha:
—Muéstranos el rostro
y pasarás.
La gueisha se resistió,
pero al cabo tuvo que ceder; con sus blancas manos infantiles desató
la horrible máscara descarnada y, al fulgor de una linterna, mostró
su faz divina, blanca y rosa; de rasgados ojos negros; de labios carnosos,
pintados de oro y carmín como el terso botón de una peonía.
Los hikeshi cautivados,
reconociendo en la recatada gueisha a la célebre "Ponta",
le abrieron paso y le formaron cortejo, siguiéndola, como fascinados...
Ya el incendio estaba vencido. Conforme iban abandonando sus puestos, los
hikeshi se incorporaban al cortejo que marchaba por Kita machi hacia el
Yoshivara.
Entre ellos descendió
también el hombre del estandarte que traía, en prueba de
sus heroicas hazañas, el rostro atezado y fuliginoso, y los flecos
de su matoi chamuscados por las llamas. Todos lo felicitaban por su bravura;
la gueisha le sonrió lánguidamente, deteniendo un instante,
para mirarlo, su marcha perfumada y cimbradora sobre los altos zuecos.
Pero él
no siguió a la gueisha. Pensó quizá