cuya historia cuentan hoy monumentos de ensueño;
el Kinkakuji o Domus Aurea de Kioto; el Guinkakuji
o Alcázar de Plata, todos oro, todos plata y ornados en sus interiores
relicarios, en plafones, paineles, biombos y mamparas, con decoraciones
que libran a la luz del día encantos y opulencias de las Mil y una
Noches. Aquellos regentes metiéronse frailes en su edad madura,
enclaustraron sus regios hastíos en monasterios de nemorosos parques,
hicieron ese renunciamiento de la vida activa que en japonés se
llama inkio; pero no abdicaron de la contemplación, ni de la belleza
y crearon a su alrededor una corte de estetas religiosos que exaltaron
la meditación mística hasta el ensueño del poeta.
En aquellos parques monásticos donde una colina arenosa se llamaba
"la plataforma de plata"; una cascada, "la de las blancas sedas"; un estanque
"el lago que lava a la luna", nació y se formó todo lo que
en el Japón tiene un sello de estética y un timbre de aristócrata
refinamiento. Del té que bebían los monjes de la secta Zen
para avivarse en las veladas del culto nocturno, nació la exquisita
Ceremonia del té; el humo de los turíbulos sagrados engendró
la sutil y sensual Fiesta del Incienso, la ofrenda litúrgica de
flores, creó el Ikebaná, el arte singular de las combinaciones
florales; y las danzas sagradas, de las plataformas de los templos, pasaron
a las aulas palatinas, transformándose en el drama lírico.
Un drama, sea dicho de paso, que como el de Esquilo, sólo tiene
dos actores; un drama con coro, exclusión de actrices, máscaras,
coturnos y ofreciendo por todo esto, sorprendente identidad con la tragedia
griega.