Prólogo
 
 
A los ensayos escogidos de José María González de Mendoza
 
 
I
 
 

    José María González de Mendoza nació el 23 de junio de 1893 en Sevilla, la misma Sevilla de Antonio Machado -“patio”, “huerto claro”, “limoneros”-. Pertenecía González de Mendoza a la nobleza española. Nunca lo escribió y apenas un pequeñísimo grupo de familiares y amigos estaba enterado de este su origen. Silencio, el de González de Mendoza, que se funda precisamente en su nobleza misma. Más que el señorío de la sangre, le importó -habremos de verlo- el señorío espiritual que derramó toda su vida, calladamente, para que de él participaran amigos, discípulos, conocidos. González de Mendoza fue auténticamente modesto; fue también señor de verdad y tuvo a orgullo serlo. Como pocos practicó lo que reza el dicho: “nobleza obliga”.

    José María González de Mendoza hizo estudios primarios en Andalucía (Málaga, Jerez, Utrera), secundarios en su Sevilla natal y en Mahón y, durante tres años, se aplicó especialmente al estudio de las matemáticas con la intención de ingresar en la Academia Militar de Artillería. No presentó el examen de ingreso porque su familia, ya radicada en México, decidió que el joven José María viniera a vivir al país que iba a ser suyo por elección y por afinidad electiva, la más honda de todas las afinidades.

    En México desde 1910, José María González de Mendoza fue contador en establecimientos mercantiles (1910-1920) y dedicó dos años de su vida a los negocios de importación y exportación (1921-1923). Sin embargo, “la procesión iba por dentro” y la verdadera vocación de González de Mendoza se demostró pronto: la vocación literaria. Leía con gusto y pasión y, en aquellos años -solía recordarlo en conversaciones- especialmente a Schopenhauer, que le daba lecciones de pesimismo, y a Nietzche, en quien veía el símbolo del espíritu libre. Desde 1919, primera manifestación pública de sus anhelos, fue redactor de la revista Álbum Salón, y desde los primeros años de la decena de los veintes empezó a frecuentar a sus amigos en las letras (entre ellos a José Juan Tablada, sobre cuya obra habría de escribir páginas admirables).

    Año de 1923: González de Mendoza viaja a Francia y realiza su anhelo de estudiar con disciplina y rigor. Lo hace, en la Sorbona y sigue cursos en el Colegio de Francia. En París, su encuentro con Alfonso Reyes -también honda amistad- lo introduce al Servicio diplomático Mexicano. Entre el “color de Francia” y sus cursos en la Sorbona, José María González de Mendoza se entrega -siempre fue de los que auténticamente se entregan- al servicio diplomático de su país. Su primer cargo oficial fue el de Canciller, en la legación Mexicana de París (1928-1932). Nunca abandonó la carrera diplomática en la cual tantos y tan excelentes servicios prestó a México: Madrid (1932-1934), nuevamente París (1935-1936), Secretaría de Relaciones en la Ciudad de México 81936-1937), diplomático en misión en Bruselas 81938-1940), Lisboa (1940) y La habana, ciudad donde casó con Concepción Freyre de Andrade (3 de mayo de 1941) dama de gran familia cubana e hija de uno de los más activos combatientes de la guerra cubana de Independencia que ocupó altos cargos durante los primeros años de la República.

    Fue González de Mendoza, nuevamente en México, secretario particular del Secretario de Agricultura y Fomento. Después de cinco años en esta nueva actividad, regresó al servicio de la Secretaría de Relaciones. Entre 1954 y 1959 fue, sucesivamente. Primer Secretario de la Embajada de México en París (1954-1955), Consejero de la misma (1956-1959) y por fin Encargado de Negocios en París (1958-1959). Se jubiló en 1960, sin por ello dejar de ir diariamente a la Secretaría de Relaciones y ejerció su claridad y rigor en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde dejó prácticamente acabada la edición -todavía hoy inédita- de las Obras de Tablada.

    Representó González de Mendoza a México en Conferencias Internacionales, obtuvo las Palmas Académicas de la Academia Nacional de Historia y Geografía, la Medalla de los veinticinco años de actividad en la Secretaría de Relaciones Exteriores, la de Gran Oficial de la Orden de Vasco Núñez de Balboa (Panamá) y la de Oficial de la Legión de Honor (Francia). Fue José María González de Mendoza miembro de la Academia Mexicana de la Lengua (1950), miembro de número de la misma a partir de 1952, secretario adjunto (1951-1952), Secretario de Actas (1953-1954). Perteneció también a la Academia Nacional de Historia y Geografía (1956-1967) y fue miembro correspondiente de la Real Academia Española (1952-1967).

     El 10 de Abril del año de 1967 moría José María González de Mendoza, el “Abate de Mendoza”, según seudónimo escogido y -signo de afecto- simplemente el “Abate” para sus amigos y conocidos.

    Tales son, escuetamente, los datos biográficos de González de Mendoza, el "Abate de Mendoza", según seudónimo escogido y- signo de afecto- simplemente el " Abate" para sus amigos y conocidos.
 
    Publicó el “abate” pocos libros (los cuentos de La emoción dispersa -México, 1919-; El hombre que andaba y otros cuentos verosímiles - La novela semanal, El Universal Ilustrado, México, 1925). Publicó en cambio amplios ensayos que le dieron nombre y renombre, excelentísimos prólogos y más dos mil quinientos artículos, entre los cuales se han escogido algunos muy representativos para la presente edición.

    Este acopio de datos dice, ciertamente, “algo”: muestra, por lo menos, la variedad de obra de uno de nuestros escritores más destacados y precisos. Poco nos dice, en cambio, de su persona o de su obra viva y vivida durante más de cincuenta años.

    De la persona y personalidad del “Abate” cabe decir poco no por defecto sino por exceso: aquí, como siempre que se trata de una persona viva y honda, las palabras quedan cortas. El “Abate”, amigo de sus amigos -entre ellos principalmente Tablada, Reyes, Frías, Alberto J. Pani, Marte R. Gómez, Manuel Rodríguez Lozano, Francisco Monterde, Xavier Icaza, Julio Torri, Jorge Enciso, Carlos Pellicer, Rodolfo Usigli, Jaime Torres Bodet- fue visto por ellos -también por quien esto escribe- con verdadero afecto y respeto. Conoció el “Abate” a los mejores intelectuales de Francia y de España y convivió con ellos durante sus años europeos. Virtud de amistad la suya -la amistad fue para Aristóteles la mayor de las virtudes junto a la justicia-; capaz de dar y darse hasta la entrega total. ¡Cuántas generaciones consultaron y consultamos al “Abate” y con qué generosidad sin ostentaciones nos dio siempre datos, consejos y apoyo tanto intelectual como vital! Virtud que traslucía un espíritu ordenado, puntual, afectuoso, rigurosísimo, muchas veces irónico, acaso ligeramente melancólico. Siempre, y por decirlo con Gracián daba a la palabra, el “Abate” fue el modelo del hombre “discreto”.

    Por lo que se refiere a la obra del “Abate” voy a limitarme en estas páginas a considerarla bajo las formas de la erudición, la imaginación y la reflexión sobre el hombre “espiritual” -especialmente el hombre de espíritu dentro de lo que el “Abate” llama, con Apollinaire, “el espíritu moderno”-.
 
 

II
 
 

Erudición
 
 

    En una carta inédita del 30 de diciembre de 1923, escrita desde Nueva York, José Juan Tablada le habla al “Abate” de su “exquisita sensibilidad”, de “su instintiva orientación hacia el arte verdadero” y, más precisamente, alaba “sus rigurosas disciplinas tan raras en nuestro medio y entre nuestras juventudes”. Al “Abate” que, “no se dejó arrebatar por aquel furor de arribismo que causó el fracaso de algunos y amenguó por lo menos la virtud en la obra de otros” le dice también Tablada: “A mi juicio Ud. ha llegado ya” y añade, con mucha razón que este haber “llegado”, se debe “a la disciplina de los hai-kai”.

    En una segunda carta. Igualmente inédita, escrita desde Forest Hills (noviembre de 1924), escribe Tablada: “Leo las crónicas de Ud... son dignas de Ud., pero quizá fuera del alcance de la exasperante frivolidad que gusta al público”.

    Estas frases, dichas de maestro a amigo, de amigo a amigo, de escritor a escritor, de hombre de letras de primera importancia a joven admirado y respetado, sitúan claramente al “Abate”.

    Lo primero que sorprende en la obra del “Abate” es su variedad: poesía, cuentos, -fue él quién inventó el “cuento sintético”-, novela, ensayos literarios y eruditos, estudios sobre las artes plásticas, crónicas de viaje, reflexiones estéticas y morales. Lo que sorprende sobre todo en esta obra vastísima es la erudición que pone de manifiesto a cada paso. Una erudición que en nada mata a la sabiduría. En efecto, el “Abate”, erudito, fue, ante todo, hombre sabio de “rigurosas disciplinas”.

    La erudición del “Abate” queda principalmente demostrada, dentro de las páginas del presente libro, a lo largo de toda la primera parte: Ensayos de crítica literaria. Tanto si trata de las letras mayas como si trata de Gutierre de Cetina, Sor Juana, Cervantes, y los buenos y malos cervantistas, tanto si descubre -importante descubrimiento- la fecha de Sueño de sueños como si analiza a los fabulistas mexicanos, tanto si ve la obra de Tablada -una de las que más quiso y más vio- como si estudia a Azuela, Reyes o Torres Bodet, el “abate” nos da siempre una lección erudita, precisa, clara, nunca farragosa, útil y muchas veces -él mismo confesaba que la erudición es divertida- precisamente “divertida”.

    Para un erudito es fundamental la objetividad. No lo es menos la condición misma de toda objetividad que solemos llamar espíritu crítico. Es igualmente necesaria al erudito la memoria (“Oír funcionar su memoria era un espectáculo de privilegio que me fue dado disfrutar muchas veces”, escribe Rodolfo Usigli), así como es necesario el interés vivo por reconstruir el pasado y enriquecer el presente o penetrar en el presente para también enriquecerlo. El erudito verdadero es quién está en “otros” días; pero es igualmente el que está al día. José María González de Mendoza estuvo siempre al día. No hay escrito suyo que no este escrito teniendo en cuenta todo lo que se ha escrito sobre el tema; no hay muchos escritores que, como el “Abate”, perciban lo que es importante en la inmediatez de su propio tiempo y espacio. Sería inútil extremar aquí ejemplos de una erudición que campea por las páginas de este libro. No lo es acaso del todo dar un ejemplo que es, de por sí, significativo.

    Cuando analiza González de Mendoza algunos mitos centrales del Popol Vuh y los compara con mitos similares -si bien de expresión diversa- que han desarrollado otros pueblos en otros lugares y en otras épocas, abandona la teoría difusionista y piensa, como en buena medida lo había pensado Vico y lo han pensado especialistas en arqueología y psicología de nuestro siglo, que la variedad de un mismo mito en diferentes regiones de la tierra obedece a la “unidad del espíritu humano”, siempre, por naturaleza, el mismo espíritu.

    Muchas otras virtudes tiene el “Abate” como erudito. Las más notorias y notables son las que llevan por nombre precisión, agudeza en los análisis, penetración a fondo en la obra que se estudia. Gracias a sus estudios sabemos, y no es poco saber y aprender, que Sor Juana tenía ciertamente un espíritu inclinado a la ciencia, pero no a la ciencia moderna, sino a la todavía medieval; gracias a él sabemos que las teorías “esotéricas” acerca del Quijote son falaces. Con ironía, a veces hasta con acritud, ridiculiza objetivamente, los “descubrimientos” de Villegas o las “lucubraciones de Benjumea”.

    No es nada infrecuente, en la obra crítica del “Abate”, la frase lapidaria (¿nacida también de la disciplina del hai-kai como quería Tablada?). Es en efecto lapidario y epigramático cuando define a Alfonso Reyes como un “haz de individualidades” o cuando dice de Frías que era “un desterrado. Fuera de la tierra”. ¿Minucias? Nada de esto. De lo que trata la erudición del “Abate” es de hacer viva la obra del pasado: la de Cetina, tan sevillano de origen como lo fue el propio González de Mendoza, la de Sor Juana, Navarrete o Cervantes. De lo que trata, también es, de precisar el sentido y el significado de obras contemporáneas y en este sentido son modelos de crítica los estudios sobre Tablada -tan ligados a los que el “Abate” hizo de Apollinaire-, los que dedica al “mexicanismo” de Azuela, las extraordinarias páginas sobre el “Vate” Frías -a quien la crítica de González de Mendoza hace renacer entre nosotros-, la vivísima excursión por la vida y obra de Pellicer, la presentación del humanismo de Reyes o Torres Bodet, un humanismo que el “Abate” comparte y define, como para definirse, al hablar de Don Alfonso: humanista pero humanista en quien “el saber no ha extinguido la imaginación creadora”.

    José María González de Mendoza, erudito, es precisamente esto: creador y hombre de invención.
 
 

III
 
 

Imaginación y reflexión
 
 

    La obra toda del “Abate”, y no sólo sus cuentos o sus extraordinarios caligramas dibujados con tinta china, es, en efecto, imaginativa y es inventiva. Esta imaginación y esta invención se revelan principalmente en sus escritos sobre Francia: en su Color de Francia. El “Abate” parte a Francia en 1923, un poco “en busca del tiempo perdido” o. mejor dicho, en busca de una cita con su tiempo. Desde su viaje por barco -las 3257 millas de travesía- aparece, entre descripción y reflexión, su imaginación poética. Sus imágenes son también, por así decirlo, “epigramas”, hijos del “hai-kai”. En un gusto que recuerda todavía al modernismo, al postmodernismo y ya a las nuevas formas de creacionismo y ultraísmo el “Abate”, en el viaje que lo lleva a Francia percibe el “el mar en verde bemol”. su descripción de una de las compañeras de barco es, en verdad, una suerte de hai-kai: “Miche, tiene los ojos azules. Mimetismo”.

    Pero la reflexión descriptivo-poética se inicia con los viajes por Francia. Juvisy es una presencia (“un pueblo francés. Así queda hecha media descripción”) y un recuerdo histórico cuando averiguamos que allí pensó hacer su “versalles” Luis XIV, un Versalles en potencia que sin embargo ya proyectó Le Nôtre. Fontainebleau se convierte puntualmente en “turrón de castillos. Tan arbitrario como los dibujos que hacen los escolares estrujando una gota de tinta en un papel doblado”. A Chantilly (“el nombre sobrevive de la Galia bárbara”; antigua Cantilius) le crece un castillo. Es que “a cada pueblo le crecía un castillo parásito”. Viaja a Ermenonville y visita a la tumba de Rousseau. Comenta el “Abate”, no sin cierta tristeza: “Tan humana, esa tumba”. Y con ironía que a veces alcanza la picardía: “Si Juana de Arco no existiera, Orleáns la inventaría. Le es indispensable”.

    Tres formas estilísticas, íntimamente unidas, caracterizan Color de Francia: la imagen breve, concisa e inesperada (“Toda la catedral es una explosión de verticales”); la prosa moteada de breves frases sintéticas que, a partir de resabios modernistas, va adquiriendo madurez y tonalidad propia a medida que pasan trabajos y días; rememoración, a veces melancólica.

    Pero no todo es melancolía en la imaginación reflexiva de González de Mendoza. Entusiasmado por los colores de Francia, se alegra y saluda las estatuas para ver cómo “las estatuas sonríen”. Crítico del “estúpido” siglo XIX y del nuestro que lo prosigue, sin el mismo espíritu creador, el “Abate” acepta y defiende “el espíritu nuevo”, porque si se trata verdaderamente del espíritu éste no es nunca viejo.
 
 

IV
 
 
El hombre. El espíritu nuevo
 
 

    Apollinaire descubre -también lo descubrió Tablada- “un nuevo mundo de poesía”. Su poesía antecede al surrealismo y lo nombra avant la lettre. ¿Qué “es el espíritu nuevo”?; ¿cuál es el “tema de nuestro tiempo” y cuál el espíritu que anima a tiempo y tema? La vida moderna se define por la “velocidad”. Comenta José María González de Mendoza: “nuestras horas valen por días, nuestros días por meses, nuestros meses por años, nuestros años por décadas”. Esta velocidad -esencial en el futurismo italiano- aparece n nuestras vidas para inquietarlas y en las obras de artistas y poetas cuyas obras pasan por “épocas” breves pero tan intensas como pudieron serlo las largas escuelas del Renacimiento. “A cada salto, batir su propio récord”. No todo le satisface al “Abate” en el “espíritu nuevo”. Escribe: “Hoy no le torcemos ya el cuello al cisne de plumaje engañoso. Es antieconómico. Lo pintarrajeamos como un navío camuflé durante la guerra, lo anunciamos a golpes de manifiesto -bombo y platillos- y cobramos cincuenta centavos por mostrar el ave rara”.

    Pero este “espíritu” es el nuestro. No solamente debemos aceptarlo como buenos estoicos -mucho tuvo de estoico José María González de Mendoza- sino que tenemos que vivirlo y crearlo. Nada humano debe sernos ajeno, repetirá el “Abate” con los clásicos. Y si su naturaleza lo llevaría tal vez a tiempos pasados, su afición por vivir, entre congoja y alegría, entre sorpresa y entusiasmo, lo hace ser totalmente moderno.

     Hombre completo, hombre sereno aún en la tormenta del nuevo espíritu escribe González de Mendoza:

    “Todo el esfuerzo de la civilización tiende a limitar; todo el de la cultura, a definir. Paralelamente, el creador artístico limita; el crítico define”.

    Civilizadamente culto, José María González de Mendoza supo, en vida y en obra, definir para poder de veras limitar.
 

 


 Índice Home