Frías y su Nativitatis prosa
 
 
 
 

    Acaso sea el elemento más melancólico de la existencia aquel en que nos damos cuenta de que ya tenemos recuerdos que contar. No, por supuesto, los que formaban la trama de la vida, los que nos dan la sensación de nuestra continuidad y, por ende, la conciencia de nosotros mismos -recuerdos que cada individuo posee y que, con muy raras excepciones, carecen de importancia para los demás- sino aquellos que pueden interesar a otros, porque hayamos sido actores o testigos de actos que recoge la historia o, más simplemente, la anécdota.

    Al abrir el libro en donde José D. Frías -la D, inicial de Dolores según el registro Civil, de Darío según el poeta, suena como preposición, y esto tiene su amiga- después de diez años de vagos propósitos editoriales reúne sus mejores poemas, he releído en seguida aquella quien guste de la bella poesía, ese libro: Versos escogidos que hallará, con aquella joya de la lírica mexicana, otras muchas en qué apacentar sus aficiones.

    A la memoria me viene el recuerdo de las circunstancias en que Frías compuso su breve obra maestra. Es de los que merecen contarse, porque ayuda a la mejor comprensión del poema.

    Ante todo, una aclaración: en el libro, el poema está datado en 1913. Es una errata de imprenta; en 1913, Frías, joven periodista, oía a Díaz Mirón recitar versos de Víctor Hugo y de Lord Byron, y se dormía irreverentemente delante del bardo ilustre. El poema fue escrito en 1923.

    A la sazón nos encontrábamos en París Frías y yo. Éramos antitéticos en modo superlativo. Devoto él de Dionysos, y yo catador de tisanas y de aguas minerales; comodón él, al grado de tomar un taxi para recorrer los trescientos metros que median entre la plaza de Rennes y el café La Rotonde, y yo afecto a las caminatas; separados, en una palabra, por numerosas discrepancias fundamentales, uníamos un común amor a las letras y a la música, y la afición a ver el alba. Sólo que, noctámbulo él y yo madrugador, llegábamos a ella por opuestos caminos.

    Solíamos vernos al atardecer, en un cafetín de la plaza de Rennes llamado Ave Depart. Tomaba el poeta su aperitivo, menjurje de Amourette -anisado sucedáneo del ajenjo-; y de Suze -licor a base de genciana-; bebía yo un quart de agua de Vittel o de Vinchy, y charlábamos de literatura. Me daba él a leer su más reciente poema; a veces dábale yo alguno de los cuentos de "plano" ligeramente "oblicuo" que por entonces escribía. Aquí, una digresión. Por circunstancias diversas, no leí El plano oblicuo, de Alfonso Reyes, aunque publicado en 1920, sino hasta 1925, lo mismo que El cazador y El suicida. Aquella lectura me reveló la coincidencia, en cierto modo, de género y de intención entre los bellos cuentos de nuestro gran escritor, y los míos, escritos en 1923 y 24. Y, naturalmente, dediqué al autor del Plano oblicuo el folletito donde aparecieron mis cuentos, en julio de 1925.

    Tal vez fue a mediados de noviembre de 1923 cuando, venciendo la inercia que le hacía encerrarse largas horas a leer y a tocar el piano en su cuarto del bulevar Montparnasse, llevé a Frías a visitar las iglesias de San Julián el Pobre y de San Severino; esta última la más bella de París después de Notre-Dame. Huysmans la ha descrito en páginas que son ya clásicas. La leyenda cuenta que Dante, desterrado en París y estudiante en su Universidad, la frecuentaba. Y de aquí partió la imaginación del poeta, exaltada por la belleza de los vitrales del siglo XVI, por el ritmo de la arquitectura gótica de las naves, por la gracia y esbeltez de "la palmera columna" que sostiene la bóveda del ábside, por el ambiente saturado de tradición del templo incomparable, para idear un poema, precisamente en tercetos, a la manera del "compañero Dante".

    Varias veces, en los días que siguieron, me comunicó haber roto ensayos poco felices. "Son dificilísimos los tercetos", solía decirme. Y se extendía en explicaciones técnicas, en las que, estoy casi seguro, calificaba a Dante, como suele -sin intención peyorativa- con el nombre de cierto animalillo carnicero, caracterizado por el olor nauseabundo del líquido que expele cuando se cree amenazado...

    Más tarde adquirí para el poeta algunas postales con vistas de los detalles arquitectónicos del templo, y dos boletos para asistir a la Misa del Gallo, en la próxima Nochebuena. Esto necesita explicación.

    Para cubrir sus gastos de sostenimiento, en particular los costosísimos de la calefacción, las iglesias parisienses organizan excelentes audiciones de música sagrada, generalmente con motivo de alguna ceremonia o festividad; los boletos en 1923 costaban de 3 a 20 francos, según la importancia del conjunto musical. La grandiosa Misa en Re, de Beethoven; la de Santa Cecilia, de César Franck; la del Papa Marcelo, de Palestrina; el oratorio El Mesías, de Haendel, y otras vastas composiciones, que rara vez se ejecutan en salas de conciertos, se oyen así en el ambiente para que fueron concebidas. Son famosas las interpretaciones de las dos Pasiones de Bach, en el templo protestante de la Estrella; los recitales de órgano en San Eustaquio; los cantantes de San Gervasio y Protasio gozan de renombre continental, no menos que los de la iglesia ortodoxa rusa de la calle Daru y los coros de la sinagoga de la calle de la Victoria; en fin, eran entonces concurridísimos los conciertos dominicales de Cuaresma en la iglesia de la Soborna (en el edificio de la Universidad), y gozan todavía de merecida fama la música antigua y los villancicos de Nochebuena en San Severino.

    Nos reunimos, en la noche del lunes 24, en un restaurante del bulevar Montparnasse, cercano a la estación del ferrocarril de Bretaña. Muy poco o nada comió el poeta, parco siempre en lo sólido y más aún cuando se preparaba a gustar deleitosas impresiones de arte, para apreciar las cuales es bueno clarificar la mente con el ayuno. Bebimos, él su café y su minúscula copita de coñac -la parquedad con que se sirve el coñac en Francia desconcierta a los turistas-, yo mi infusión de menta, en el café El Domo -los puros montparnós desdeñábamos ya La Rotonda, en pleno auge, esto es, invadida por la turba- hablamos, como solíamos, de los futuros tercetos y, pasadas las once, tomamos el tranvía número 8, el popular "Garce de l' Est-Montrouge, que nos dejó en la Plaza de San Miguel. En el café donde se conocieron veinte años antes los poetas Guillaume Apollinaire y Andrés Salmón, aún bebió Frías, de pie ante el mostrador, otra taza de café y otra copita de coñac, que dan alas al espíritu. De allí nos fuimos a ocupar nuestras sillas, en la iglesia hacia el fondo de la nave, a la derecha, poco antes de que cerraran las puertas del templo.

    Alumbrada profusamente con electricidad, atestada de fieles y de melómanos, la iglesia perdía gran parte de la poesía y penetrante que posee en los atardeceres, cuando se vuelven de bruñido acero los altos vitrales y en el fondo de sombrías capillas tiembla el breve rubí de una lámpara. Se cargan entonces de misterio las ojivas, y las columnas parecen soportar, más que el peso de las bóvedas, el de los siglos. Un no sé qué, llegado de muy lejos, de épocas pretéritas, se nos entra en el alma, y tal vez nos asalta la congoja de sentirnos transitorios entre aquellas piedras, que han visto pasara tantas generaciones durante tantos siglos, iguales siempre a sí mismas, obra impercedero de las manos del hombre perecedero...

    El poeta era, y es, muy poco conversador; tampoco yo lo soy mucho; Nada hablamos durante la Misa del Gallo; las misas, mejor dicho, pues son tres, dichas por el mismo oficiante, sin interrupción. La excelente capilla entonaba melodías del Renacimiento, el portugués Adeste fideles, los villancicos populares de Francia. Para siempre se me quedó en la oreja el estribillo ¡Noel! ¡Noel! de uno de ellos, que una potente voz de tenor hacía rodar bajo las bóvedas seculares.

    Poco después de comenzar la tercera misa, cerca de la una, propuse que nos marchásemos. Y como la larga estación sedente nos animaba a desentumecernos, decidimos regresar a Montparnasse a pie. Esto fue cosa extraordinaria; hacer andar al vate Frías ha sido siempre obra de romanos. Pero esa noche no hizo objeciones ante la perspectiva de la caminata. Salimos por la calle San Severino al Boul' Mich' -cuya intersección, o mejor dicho, la que formaba con la calle que absorbió el bulevar al ser abierto, es el escenario del segundo cuadro de Bohemia, de Puccini, en las representaciones de la Ópera Cómica de París- cruzamos el bulevar, y por la muy provinciana y muy parisiense plaza de San Andrés de las Artes entramos en la calle Dantón.

    Era la noche fría y clara. Y en la faja de cielo que recortaban las altas casas, insuperablemente bella esplendía Orión. Tanto que nos detuvimos absortos a contemplarla. Y cruzando el bulevar San Germán, subiendo la calle Odeón, rozando las rejas del jardín del Luxemburgo por las calles vaugirard y Guynemer, sesgando, en fin, por las de Vavin y Breá hasta llegar a la encrucijada del bulevar Raspail con el de Montparnasse -"ombligo de lujo del mundo", como decía el poeta dadaísta Tristán Tzara-, la espléndida constelación guió nuestros pasos. De aquella contemplación habían de salir algunos bellos versos del poema.

    En el mostrador de La Rotonda -pues el poeta prefirió no ir al Domo, huyendo de los amigos que allí hubiera encontrado en plan de parranda- cenó, al fin, un café con leche y pan. Y cuando le dejé, al filo de las dos de la mañana, en la puerta de su hotel para irme al mío, me anunció poco más o menos: -Veremos si salen esos tercetos...

    Salieron; el día de Navidad, Frías me dio a leer su poema, escrito en la madrugada de la Nochebuena.

    Bien hubiera querido yo contar aquí cómo nacieron en su mente los versos, cómo su alma vertió en las palabras tan sincera emoción, tan elevado sentimiento. Pero este es el secreto inviolable de la creación poética, que escapa al mismo creador. Sólo he podido referir las circunstancias externas que la acompañaron.

    A veces pienso que cualquier otro compañero, esa noche, hubiera distraído al poeta de su abstracción, lo hubiera vuelto a un plano terrenal, trocando a Orión en simple decoración nocturna, y en sencillo pasatiempo de turista la misa de San Severino; hubiérale arrastrado verosímilmente, a una frasca en circunstancias en El Domo, con etapa en Noctámbulos y clásico plato de sopa de cebolla al amanecer, Las Islas Marquesas, en la calle de la Alegría; tradicional... Hubiera matado así al poema en germen, sin saberlo, al apartar al poeta de sí mismo. Tal vez el mínimo hecho de haber regresado en autobús o en taxi hubiera impedido la larga meditación, el lento impregnarse de impresiones que silencioso retorno a pie permitió, y hubiera sido nefasto a la labor creadora que se efectuaba en el espíritu del poeta. La mera conversación hubiera bastado quizás para torcer el destino. Y así, siempre que recuerdo el poema -y lo recuerdo siempre que veo a Orión, gala de las noches invernales-, pienso con simpatía que, en una fracción infinitesimal pero sin duda necesaria, ayudé a su creación con sólo no estorbarla...
 
 
 

Diciembre de 1933
 
 
 

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