UNIVERSALIDAD DE LA POESÍA DE JOSÉ JUAN TABLADA*
J. M. González de Mendoza
 
 

En el umbral de la primera antología de este gran poeta, otro poeta debiera decir sus loores y señalar la directriz estética de su arte; pero es uno de los Lázaros que en el sepulcro del pragmatismo oyeron el “levántate y anda” del animador incomparable, quien expone lo que Tablada significa en las letras mexicanas, el paradigma que es su obra. Habla aquí no el más calificado, sino el más devoto. Si cediera a su fervor, este prólogo sería un ditirambo; mas el poeta de Un día... y de El jarro de flores ha enseñado a refrenar las efusiones. En lugar de la apología, pues, la razonada apreciación.

    Es muy fácil situar a José Juan Tablada en la jerarquía de la literatura mexicana; para no dejar ese trabajo a los críticos, él mismo tomó el lugar indisputable: el primero en la vanguardia. Cuando ya tenía el cabello pivre et sel, un homenaje sonado lo consagró poeta representativo de la juventud. Generalmente la juventud es iconoclasta, porque se considera perdurable; ése es su encanto y su fuerza. Además, es condición humana regatear la gloria a nuestros contemporáneos para no disminuirnos, y esperar a que la muerte dé la señal de comenzar los aplausos: la Humanidad hace sus prestigios con osamentas, como los zoófitos hacen los escollos. Pero los jóvenes intuyeron certeramente, en Tablada, a uno de los suyos. Cada hombre tiene la edad del espíritu, y en el de Tablada fluye la milagrosa fuente de la juventud. En su resonar de diapasón con todas las vibraciones del presente, hay el ansia de ser siempre joven. Es la misma que estremece nuestra sensibilidad de hombres de hoy, un poco mecánicos y otro poco diletantes, apasionados por la vida como por un deporte nuevo, y que a los veinticinco años ya habíamos recorrido todas las literaturas. ¿Llegará a envejecer nuestro espíritu? ¡Imposible! Como a Tablada, nos preocupa lo que haremos mañana, no lo que pudimos hacer ayer. Curiosos del futuro, como él, vamos a la descubierta lo mismo que en los días del campo, acontecimientos de nuestra niñez, nos adelantábamos gritando: ¡apresúrense! Así ahora: queremos llegar para partir de nuevo.

    Además de esa comunión de anhelos, nos atrae el no sé qué de irreverente que en su perenne devenir hay para ciertas cosas tabúes: la crítica, la categoría de valores, los lugares comunes. Nos atrae la musculosa concisión de su estilo, la plasticidad de su verso, su sobriedad enemiga de las efusiones. Y el agradecimiento: somos sus deudores porque, superado ya el ardor pasional de sus primeros libros, nos enseñó —igual que, guiándonos hacia la vida interior, Enrique González Martínez: ¡les torcimos el cuello a los cisnes tenores!— que “la mujer es enemiga de lo abstracto, el todo en la poesía moderna”, emancipando así a nuestra pluma de la milenaria servidumbre erótica. Y también porque sus consejos y su estímulo orientaron, antaño como ahora, titubeos iniciales. El animador sin igual confía en la juventud; no es que le atribuya por sí misma un mérito particular: “la juventud pura, dice, sólo es apreciable en los caballos”; pero cree a los jóvenes capaces de afirmar en obras vigorosas el ala de nuestra América: “¡Si yo pudiera vivir lo que ustedes vivirán, les dice, haría lo que los viejos pintores del Japón: escribiría la palabra ruiseñor y el ruiseñor cantando echaría a volar!” Aviva, en fin, nuestra simpatía advertir que, en el fondo —lo revela el interno vibrar de sus poemas—, Tablada es sustancialmente apasionado y sensible. Pero, discreto, sabe transmutar el sollozo en sonrisa y no perpetraría otra oda “A Teresa”; ¡pasan tan lindas mujeres por la Quinta Avenida!...

    Su inquietud y su dinamismo, fundamentales, confluyen en su rimbaldisme: ¡el mundo exterior existe! Cual el místico Amado Nervo, que llegó a idéntico resultado por el camino opuesto, el de la renunciación, el poeta quiere poderle decir a la vida: “nada me debes; estamos en paz”. Así, escucha la “invitación al viaje” y traza sobre el planeta la gran cruz de sus rutas, de Este a Oeste, de Norte a Sur. Y si exclama en su devoción al Japón:

¡Yo soy el bonzo de tus pagodas!

en su famosa casa japonesa de Coyoacán, vestido con el kimono de seda, entre servidores orientales, quemará en honor de sus budas de oro el sándalo sagrado. Mil otros detalles análogos; vivir es, para él, realizarse. Con el mismo amor labra un bello verso o un hermoso minuto de sus días. Unidad rara; los artistas suelen vivir como burgueses, o en la absurda bohemia, en cuyas virtudes líricas sólo creen todavía los ilusos que reverencian las tristes borracheras de Darío y de Verlaine. En esa existencia casi renacentista, que es su más intenso poema, con igual discreta elegancia ha dado el consejo oportuno o el billete de banco. Y por misteriosa germinación psicológica, de tales semillas de altruismo ha nacido a veces la espinosa ingratitud.

    A partir de los comienzos del siglo, época de la célebre Revista Moderna, Tablada es en México el heraldo de todos los “estremecimientos nuevos”, pero su influjo no comenzó a marcarse ampliamente sino hasta su regreso de Nueva York, en 1918, tras una ausencia de cuatro años. Conocíamos sus primeros libros, sus crónicas de París, que encendieron la devoción por la Ciudad Inquieta en nuestros espíritus —cada nueva generación necesita que alguien le descubra así, con objetivaciones precisas, a París. Conocíamos bellas primicias del Bestiario piadoso. Y todos coincidíamos: “Onix” es su mejor poema. ¿Íbamos a dejar al poeta en “Onix”? De pronto, esparciendo entusiasmo, galvanizando espíritus, vuelve Tablada. Como la voz simbólica en la tragicomedia del Duque de Rivas, anuncia: “Lisardo, en el mundo hay más!”, a los noveles que aún estábamos en Francis Jammes, y nos inicia en los ritmos de Apollinaire, de Claudel, de Cocteau y de Blas Cendrars; revela a los pintores, que permanecían en Cezanne como en un callejón sin salida, la obra de Picasso, Derain y Matisse; a los músicos, petrificados en el culto a Debussy, les predica el nuevo evangelio de Eric Satie y de Strawinsky; a los escultores, que todavía consideraban vanguardistas a Rodin y a Bourdelle, les descubre las creaciones de Archipenko, de Mestrovic, de Brancusi. Acostumbrados al misoneísmo de los consagrados, una palabra fácil, "renovación”, empieza a ser perezoso lugar común al hablar del poeta. Y, sin embargo, él mismo había revelado su secreto:

Todo depende del concepto que se tenga del arte Hay quien lo cree estático y definitivo; yo lo creo en perpetuo movimiento y en continua evolución como los astros y como las células de nuestro cuerpo mismo. La vida universal puede sintetizarse en una sola palabra: movimiento. El arte moderno está en marcha, y dentro de él la obra personal lo está también sobre sí misma, como el planeta, y alrededor del sol.
    La palabra justa para definir esa actitud hubiera sido, pues “universalidad”. Universalidad que se manifiesta en la variedad de sus actividades, en su vastísima cultura, sal de su charla, en la diversidad formal de su obra. Esta antología lo demuestra. Elegida por él —¿quién mejor hubiera sido elegir, que es limitar?—, desde la primavera al otoño la vida toda del artista se juzga por sus frutos. En este libro, calendario de treinta años, varía la forma, perfecta siempre; varían —con el mundo— la manera de sentir y la expresión del sentimiento; la orientación espiritual se revela múltiple: todo atrae al poeta; hombre es, y nada de cuanto al ser humano atañe le es indiferente.

    Pero universalidad no quiere decir dispersión, ni la multiplicidad implica necesariamente veleidad. La obra, “en marcha sobre sí misma, como el planeta, y alrededor del sol”, abarca, a medida que avanza, nuevas modalidades, mas en sus innovaciones el poeta sigue siéndose fiel. El nexo de su fuerte personalidad une las primeras obras con las últimas; éstas arraigan en aquéllas y, a la luz de la nueva expresión del mismo sentimiento, les prestan un nuevo sentido. Así, el anhelo erótico que impregna las más de las páginas de El florilegio y de Al sol y bajo la luna, es paralelo, en el plano terrenal, a la inquietud espiritualista de los poemas “abstractos y plásticos hasta el volumen” que compondrá Intersecciones, su obra capital, aún inédita. El sentimiento de búdica ternura que anima al Bestiario piadoso, también inédito, inspira dos lustros más tarde los deliciosos poemas en elogio del gallo o del familiar, clonesco y profundo loro, para La feria, himnario de la vida mexicana, a la vez medular y epidérmica. El gusto por la rima rarísima y la agilidad funambulesca a lo Teodoro de Banville, perceptible en no pocos poemas de juventud, se desarrolla en los más de su etapa media y de su época moderna; y no sería excesivo decir que, metamorfoseado, culmina en los suntuosos ideogramas de Li-Po y otros poemas. La afición que en 1900 le llevó al Imperio del Sol Naciente —anticipándose a la niponofilia mundial que el triunfo del Japón en la guerra ruso-japonesa había de suscitar—, fructifica dieciocho años después en los jaikáis, que Tablada introdujo en la lírica de lengua castellana con sus libros Un día... y El jarro de flores. Y el sentido de sus recientes poemas “supradimensionales”, frescos de lustrales aguas hindúes, arraiga en “Onix”, el poema representativo.

    En su diversidad, pues, liga a sus obras —tal el hilo a las perlas del collar— un mismo espíritu; perdurable y múltiple, cabe definirlo como un anhelo de posesión total. Antaño, de lo terreno. De lo espiritual, ahora. El constante viajero se dispone a la futura jornada: la anuncian ya los poemas inéditos de Intersecciones, nacidos al estímulo del intenso “despertar espiritual que estamos presenciando”, ricos de una vida recóndita, nutridos de infinito. Para un observador superficial serán una nueva modalidad de Tablada, quizás pasajera como los ideogramas de Li-Po y otros poemas, como los jaikáis o las bodelerianas composiciones de “Hostias negras”. Son mucho más: la clave de su personalidad. la curva que partió de Oriente: el Japón arcaico y refinado, regresa a Oriente: el espiritualismo contemplativo. Los estados anteriores se presentan como escalones en la subida espiritual hasta la plena purificación. Ha pasado por todos los estratos: vetas de oro, duro cuarzo, estériles arenas, y también paludes secretos, hulleras industriales. Y ahora, desligándose de la Tierra lo bastante para amarla más totalmente, el alma libre y serena se baña en la luz de los espacios, en comunión con lo Inefable silenciosamente anhelado. Pero el artista sigue en la vanguardia, caminando al ritmo de la época en que vive, hombre de su siglo y de su instante. ¡Siempre en la proa de “la última nave”, a la conquista del áureo vellocino: la Belleza, hendiendo mares de cambiantes colores, buceando perlas de todos los orientes!

    La obra entera de un poeta es el vaso de donde emergen, flores inmarcesibles, algunos versos que abrigan, como al perfume la corola, un latido del corazón humano. Es la gloria del madrigal de Cetina o del soneto de Arvers, la gloria del acierto perdurable. El dístico anheloso y desencantado:

            ¡Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida
            Tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida!...

resume el alma ávida y múltiple del poeta, y da forma universal a nuestros deseos irrealizables.
 
 

*Prólogo a Los mejores poemas de José Juan Tablada. México, Ed. Surco, 1943, 159 pp.
 

 


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