UN ‘RARO’ DE LA LITERATURA AMERICANA
(Tablada)*
Genaro Estrada
 

Cuando André Gide manifestaba en su conferencia De la importancia del público que nuestra época quiere más inteligencia, decía una verdad que, por fortuna, va siendo entendida por los artistas de América. Si el arte es cosa inmanente y unánime, su realización es mudable, varia y ondulante como el hombre de Montaigne. Pasan rápidos los tiempos y, por más que los grandes hombres permanezcan en la eternidad, no se concebiría su resurrección en la época de ahora. En las letras, como en el Libro de la Sabiduría, hay tiempo de todo: de humanidad, de fantasía, de realidad, de pasión y de indiferencia; tiempo de creación y de imitación; de desenfado y de estudio. Ahora, en nuestra época, queremos más inteligencia; y en la inteligencia, como es natural, caben sus atributos más próximos y más lejanos: la profundidad y el diletantismo; la percepción aguda; la sonrisa que comprende o que condena; el troglodita de las bibliotecas y el mental bolsheviki a quien los hombres del mundo huyen como demonio y los ángeles de Jesús le hacen signos acordes.

    En la literatura continental de los latinos de América, Rubén Darío es el hombre de su tiempo. Su “mayor inteligencia” se refleja en su vasta obra, con todos esos elementos que son la gracia plástica, el vuelo gallardo de sus versos; el sentido elegante de las cosas, y en todo, un refinamiento y un decoro de que sólo saben adueñarse ciertos espíritus de selección. El arte inteligente no es el arte absoluto, ni marca los cien grados del genio, que decía Hugo; pero requiere cierto conocimiento de la hora del mundo, cierta virtud de atrapar el sentido exquisito y raro de las cosas.

    Convengamos en que esa virtud existe en potencia y en manifestaciones de una admirable lucidez literaria en selectos grupos de literatos de México, de Argentina, de Chile; nombres escasos, ciertamente, pero que reivindican lo que la pereza y la incultura de los demás tiene abatido. ¡Ah!, en América estamos descubriendo mediterráneos todos los días; pero convengamos, para consuelo nuestro, en que los europeos todavía no descubren nuestro continente. Demasiado conocida —dice Gonzalo Zaldumbide en excelente y desconocido ensayo— es la ansiedad del que en América aspira a la superioridad de una auténtica cultura... y sabido es que en el medio, denso de opacas ignorancias, repercuten tardadamente las ideas, que llegan ya atrasadas.

    No íbamos a ser nosotros los afortunados a quedar libres de esto que en las ideas del artista ecuatoriano parece exagerado pesimismo, y en México, como en los países del mediodía americano, florecen y se expanden las peores opiniones estéticas al lado de productos superiores que pueden colocarnos a la cabeza de la literatura continental.

    José Juan Tablada es de los que oyeron la voz divina y supieron comprender. Su arte, desde la iniciación del poeta en la vida de las letras, fue siempre acorde con el momento del corazón del mundo. Alejado un poco de la literatura durante algunos años, un joven y ya distinguido escritor le reprochó pecados de inercia literaria; pero Tablada, cuyo cerebro no ha cesado en realidad de ebullir un momento ante todos los problemas y las novedades de la estética, en poco tiempo volvió a renovar sus triunfos y levantó al viento la bandera de su arte gallardísimo. Ya lo sabía yo: no podía ser que este espíritu siempre alerta dejara pasar de largo, indiferente y desamorado, las nuevas ideas y los triunfos nuevos. Su percepción, su conocimiento de las mil artes menores con que adorna y exalta su arte mayor eran garantía de encontrarlo siempre en la fila de los inteligentes de América, en la misma en donde lucen ahora Vasconcelos y Torri , Banchs y Fernández Moreno. Tablada —me decía hace poco, desde Europa, un gran amigo mío— se ha olido lo que pasa en el mundo. ¡Ay!, ¿cómo demoler el campanario a que se arriman tantos artistas potenciales para quienes sólo existe el pobre límite geográfico, en donde se albergan las musas que nada saben de la palpitación universal? Sí, Tablada se ha olido lo que pasa en el mundo y le son conocidas las cosas que nacionales Colones todavía no sueñan en descubrir. Yo no sé si le interesan de verdad las ideografías de Reverdy, las impuntuaciones de Huidobro, los poemas tipográficos de Apollinaire, los raptos líricos de los muchachos que encabeza Cansinos; pero él ha querido conocer todos los “últimos gritos” de la moda y ejecutarlos con un desenfado elegante y exquisito, como quien nada teme y conoce la fuerza de su espíritu para transitar sin peligros —antes lleno de confianza— por todos los caminos.

    Ya en otro libro anterior —Al sol y bajo la luna— se encontrarán sus nuevas maneras de ejecución en más de seis poemas, y ahora, en Un día, hallaréis visibles sus capacidades de renovación y su sed de novedad. La expresión lírica es indefectible y la síntesis es perfecta. ¿Es un mérito la brevedad?, preguntaba Amado Nervo en una de sus prosas. Es un mérito si realiza bellamente la síntesis, digo. Es un mérito si la brevedad está en Salomón y San Mateo, si la suscriben Rénard en sus nouvelles,  Baudelaire en sus poemas en prosa, Bertrand en sus fantasías, Heine en sus baladas, Uhland en sus leyendas, Gide en la filosofía de sus Nourritures, Lamb en su humour. Es un mérito en los poemas de Torri y en Un día de Tablada.

    En este breve libro, Tablada es el viejo conocedor de las artes suntuarias, el amante del exotismo, el artífice de las más raras joyas. Son poemas de tres versos, a veces asonantes, a veces arrítmicos, en realidad libres o arbitrarios y siempre precisos, sugerentes y plenamente realizados; son la mejor réplica a la menguada doctrina de George Drapper que ha dicho que el ritmo —el ritmo del péndulo— es el requisito elemental de la poesía y su necesidad biológica, y se prende de la camisa de Aristóteles que creía que el ritmo es una necesidad cósmica, sin pensar, naturalmente, en lo que iba a suceder después de veinticuatro siglos.

    No puede pedirse más ajustada sencillez, ni más fácil sugestión que ésta de “El cámbulo”:

El cámbulo,
Con las mil llamas de sus flores
Es un gigante lampadario.

O ésta del pavo real:

Pavo real, largo fulgor,
Por el gallinero demócrata
Pasas como una procesión.

    Lo cual es exacto en menos líneas de las que empleamos para comentarlo sugiere visión plástica y excelente humour.

    El libro de Tablada es evidentemente intelectual; pero de esos que no solamente se pueden hacer a base de lecturas selectas, sino a condición de llevar adentro el inquieto demonio que se complace en visitar el cerebro de los escogidos. Su visión poética está vuelta ahora como un magnífico girasol, a la nueva luz que ilumina al mundo, y si hoy se prende sobre el minúsculo universo de Un día mañana irá a posarse sobre las grandes inquietudes de los hombres, que ya se anuncian dolorosas y espléndidas.
 

[1919]**
 

*Sobre el libro Un día, de José Juan Tablada.
**Revista de revistas, México, D. F., 7 de diciembre de 1919, p.23.
 
 


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