Siempre que en serenas horas de ensueño y de trabajo amable, abro sobre la mesa del estudio uno de esos libros de cubierta azul pastel, uno de los encantadores Meisho, pienso en la patria cuyas singulares bellezas permanecen ignoradas y recónditas sin que sus hijos artistas hayan querido o sabido revelarlas... 43
    En estos mismos instantes la ventana de mi estudio abierta al jardín primaveral lleno de color y de luz, me distrae del examen del libro que tengo abierto frente a mí: un Meisho de Yedo, del gran pintor Hanegava Settan y entre esas dos bellezas la natural y la del arte, mi admiración está suspensa.
   Muestra el libro una Casa de té en Fukagava,
 
 
 
 
 
 
 

43. Debo, sin embargo, en pro de la justicia, mencionar los nombres de tres artistas nuestros: José Ma. Velasco que, a pesar de la frialdad de su manera acentuada por la observancia del nefasto canon académico, hizo una obra respetable; Alfredo Ramos Martínez, cuyas primeras obras, sobre todo, fueron inspiradas por bellezas nuestras; y el artista tapatío Jorge Enciso, cuya obra pictórica toda es un himno ferviente y emocionado a los prestigios de nuestra naturaleza y del alma ancestral. En honor del singular artista tapatío, debo decir que siendo quizá el más mexicano de nuestros pintores, es también el que más se acerca a la honda y perfecta manera de sentir de un japonés. En sus originales obras decorativas (los frisos de las escuelas públicas de la Colonia de la Bolsa, particularmente) evidencia esas dos raras cualidades que me complazco en señalar.
   Aunque en otro terreno, un joven e interesantísimo pintor, José Clemente Orozco, promete también hacer una obra mexicana cuyos comienzos son estimables ya.

 
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