La multitud se tranquilizó,
y la moza satisfecha de la curiosidad que sus palabras provocaran,
se alejó halconeando y sonriendo a los transeúntes.
—Si el fuego está cerca
del palacio de Edzu, comentó un ventrudo comerciante, pronto concluirá.
Ya deben estar allí todas las hikeshi-gumi12
de Yedo. Y sus manos rechonchas, por hábito profesional, jugaban
nerviosamente con las cuentas de
su pequeño ábaco o sorobán.
—Pero el fuego no respeta
a los daimios, objetó un mercader de insectos musicales, con sus
minúsculas jaulas de grillos a un lado, de las que surgía
cristalino estridor, agreste vibrar de campánulas de plata. Y hace
años, cuando el incendio causado por el Fantasma de la túnica
de las largas mangas13,
el mismo señor de Edzu fue una de las víctimas. Para el fuego
lo mismo son los daimios que los etas...
—Pues con tal que mi querida
Komurasaki, esté ilesa y que el shin Yoshivara se salve,
dijo un mancebo afeitado como un actor, que se quemen todos los...
Pero no pudo seguir. —Un nuevo
reflujo de la multitud, impelió al grupo que se había estacionado
y los clamores acompasados de ¡Kuaji gá! ¡Kuaji gá!
volvieron a alternar con el repique renovado de las campanas de alarma.
Casi al mismo tiempo asomaron, culminando sobre las cabezas de la multitud
y acercándose velozmente, extraños objetos erectos como
banderas y formados por esferas y conos, estampados de jeroglíficos
y orlados de grandes flecos.