En Dai Nippon2, como en todas las civilizaciones humanas, la religión creó al arte. El Budismo, para sus necesidades exotéricas, recurrió al sensualismo de las artes plásticas que, en esculturas y pinturas, plasmaron ante los ojos del vulgo sus vertiginosas abstracciones. Templos y monasterios se cubrieron de augustos bronces, de portentosas tallas en madera, estofadas y policromadas, famosas algunas como ese nemuri nekko, el gato durmiente de Zingoro, que hasta el trotamundos admira en Nikkosan. Cubriéronse así mismo de pinturas, episodios de la vida terrenal y extraterrestre de Sakia Muni; retratos de abades, de ascetas y beatos, capítulos hagiológicos de la Leyenda Dorada budista; conversiones, milagros, fabulosos o anecdóticos como los exvotos o retablos de nuestras iglesias. Hasta hoy los templos japoneses son emporios artísticos y recelan tesoros de belleza; así Koyazán la montaña de arte que es como un monte Athos, o como un Tepozotlán nuestro.
    Allí también nació el paisaje tan necesario como la figura a la propaganda budista, cuyo piadoso evangelio difunde en todo el mundo, orgánico e in-
 
 
 
 
 
 

2. Nombre que dan los japoneses a su patria, a la que también designan con los nombres de Yamato; O mi Kuni; Oho-ya-shima; Fusang Koku y por fin Toyoashihara no misuho no kuni (rico y fértil país de abundantes cosechas de arroz). Los tres últimos nombres se usan sólo en estilo enfático por eruditos y letrados.

 
 
 
Portada de Hiroshigué
Atrás Índice de los capítulos Adelante