La leyenda de Guillaume Apollinaire
 
 
 
 

El 9 de noviembre de 1918 murió en París el creador del movimiento moderno, que descubrió algo más grande que un simple "estremecimiento nuevo": un nuevo mundo de poesía.

    Cuanto hoy brilla en la poesía moderna procede de Apollinaire. Fue inútil que los dadaistas atacaran su memoria en 1920- lo cual es una manera de reconocer su soberanía- acusándole de haber imitado a Max Jacob, el católico poeta de "Laboratorio Central" declaró públicamente que sus versos eran posteriores a los de su amigo. Y la influencia de éste perdura hasta el neodadaismo actual de los suprarrealistas, quienes de él, además tomaron el nombre.

    Guillaume Apollinaire no tiene historia: tiene historietas. He aquí varias. Una vez, debiendo dar una conferencia sobre pintura, prefirió irse en automóvil a Chartres, para burlarse del "respetable" público. En una comida sirvió a sus invitados peras con mostaza y lechuga aderezada con agua de Colonia. Hizo con el pintor cubista Picabía un viaje improvisado a Inglaterra, asegurándose que hablaba admirablemente el inglés; pero cuando Picabía quiso desayunar en el barco, Apollinaire no pudo hacerse entender del camarero, y confesó a su amigo que no hablaba sino el "irlandés antiguo". Cierto día trenzo listones de seda azul en sus zapatos y trató de pasearse así por París, para lanzar una nueva moda. Inventó un sistema desconcertante y sencillo para hacer entrar grandes muebles por una puerta demasiado pequeña: meterlos a pedazos. Una noche, vistiéndose aprisa para ir a una cena, no pudo sacar su corbata de esmoquin de la botella donde la guardó, para no extraviarla, y se hizo pintar con tinta china en la camisa un lacito que le dejó encantado. Mil anécdotas más ¡tantas que desbordan de los libros y llegan a los corazones!

    En sus treinta y ocho años de vida mortal -durante los cuales creó rápidamente su vida inmortal- hubo aquí y allá un viaje, un amorío, una aventura colindante con la novela. Sobre esa realidad, en suma curiosa y no excepcional, se va formando, como la bruma sobre los prados en los atardeceres del otoño, una leyenda: encontró en Praga al Judío Errante, con el cual visitó la Ciudad y buscó -lo mismo que nuestro poeta- a una gitana a quien brindar diez kreutzers por un beso; era llamado, de tiempo en tiempo, por el Vaticano en consulta ecuménica; descubrió en un trapero parisiense a un descendiente del emperador romano Pertinax; y una tarde, en el puente de Grenelle, frente al mismo atónito del poeta Fernando Fleuret, se elevó en un carro de fuego como el profeta Elías, precedido por "pihies" de la China "que no tienen más que un ala y vuelvan por parejas", desaparecieron confundiéndose con la pompa crepuscular... Eso puede haberlo inventado Fleuret, poeta al fin, o puede haber sido cierto, al gusto del lector: Apollinaire estudió los libros escondidos en el "Infierno" de la Biblioteca Nacional de París, y sabía sin duda ese secreto y otros muchos más.

    A su leyenda él añadía materiales, como el alquimista; disparatadas substancias al conocimiento que en la retorta se trocará en piedra filosofal. Por ejemplo: se complacía en hacerse pasar por hijo de un prelado romano -y Picasso lo caricaturizó con la mitra paterna en la cabeza-, o bien imaginaba amores con la primer linda pasante a la que seguía a través de París, atado a su nuca por langorosas miradas, describiéndola después a sus amigos como acróbata, princesa, o recamarera.

    Nadie como Apollinaire ha sabido encontrar lo inesperado en los "fait-divers" -los sucesos cotidianos que narran los diarios en tres líneas-, la suma de poesía que encierra la vida anecdótica, que es la vida simplemente: vivir sin anécdotas es vegetar. Estaba, dice Carlos Regismanset, profundamente convencido del interés puramente anecdótico de la existencia. Ha sido probablemente el hombre que conoció más historietas sobre todas las personas notorias de su tiempo, y en ocasiones las inventaba poniendo en ellas una seriedad inmensa y una gruesa bufonería.

    La creación incesante de estados nuevos del espíritu; total solución de continuidad, renovación absoluta entre cada minuto siguiente; pasar de uno a otro no como quien se arrastra, ni siquiera como quien vuela, sino como quien salta. Él rompía lo cotidiano, acogía con alborozo los minúsculos cambios que nos brinda la vida de todos los días, y los provocaba. Cultivaba el incidente como una flor vulgar de rendimiento, a ciento por uno, ha dicho un crítico. Que el incidente sea bueno, es secundario, lo que importa es que sea nuevo; ese es su aliciente y su belleza. Estar siempre en perenne partida, remozarse el alma cada día como quien da cuerda al reloj, gustar y entender la lección del humo y de la nube, es ser poeta. Poeta es quien crea, de adentro para afuera, paréntesis de irrealidad, de "suprarrealidad" en lo cotidiano. Lo ideal sería destruirlo, pero todos los ideales son inaccesibles.

    Un soldado belga, que fuera su secretario años atrás, le vio aparecer en la trinchera donde estaba d centinela. Y un amigo, que ignoraba su fulminante enfermedad, escribía una tarde cerca de la ventana cuando un cuervo vino a posarse en el barandal y, después de mirarle fijamente, continuó su vuelo hacia el barrio en donde moría el poeta. Posibles humoradas de su espíritu. En verdad, pocos horizontes mejores para la contemplación de un poeta: la chimenea, obra del hombre, rígida, perfecta y refractaria; y sobre ella el penacho de humo libre y caprichoso durante el día, la llama en la noche, como ante los israelitas durante el Éxodo. Asidos a la crin desmenelada es posible escapar de lo real como el príncipe de las Mil y una noches en el caballo de ébano. Y luego, la elección admirable: la línea oscura sube, domesticada por la voluntad humana, pero de pronto se deshace en un rebelde gesto y se escapa donde la llave el capricho de su cómplice el viento.
 
 
Apollinaire en México
 

    Particularmente hablaba de sus viajes a ciudades donde no estuvo jamás. Así, en algunos de sus poemas, sobre todo en la admirable Carta-Océano donde pinta la subida al cerro de Chapultepec, da la impresión concreta de haber vivido en México. En una sección del "Mercure de France" bien definida por su título de La vida anecdótica, publicó frecuentes anécdotas de la vida mexicana. Una de ellas, titulada El bardo maderista Jesús Urueta, describe el imaginario arresto del orador el 18 de febrero de 1913 a bordo del tren de Veracruz, en l a estación de Apizaco. Urueta, dice, iba vestido de mujer con rara elegancia y llevaba en la mano -"detalle singular y bien preciso"- el tomo primero de las Poesías de Plácido, edición de Roe Lockwood & Son, de Nueva York. Otra anécdota, con el título de Franceses en México, cuenta las disposiciones tomadas por la colonia con los grupos inglés y alemán, en caso de una crisis de xenofobia, era su hermano Alberto -muerto de tifo pocos meses después que él, quien en cartas desde México le proporcionaba información sobre nuestro país, completada por su intuición de poeta, por sus lecturas, y principalmente, por sus charlas con el inefable "viejo ángel", el aduanero Enrique Rousseau, pintor y violinista. Rousseau, uno de los más desconcertantes milagros de la época, hombre del siglo XIII nacido en el XX por error, fue en su juventud soldado en el cuerpo expedicionario francés con Forey. De ese viaje quedó deslumbrado para siempre; la visión de las selvas tropicales, del cielo y del sol mexicanos, perduró en sus ojos y en su alma. De lo que Rousseau habló de México con Apollinaire dan fe cuadros del pintor y los versos del poeta. Fue para ambos el maravilloso país de todas las posibilidades.

    La Guerra fue para Apollinaire mas que ningún otro aspecto de la vida humana, lo inesperado: Toda ella es de una perenne sorpresa, una anécdota constante. Un mundo nuevo se le abría cuando ya había exprimido el jugo del viejo mundo. Se dio a él como al encanto de otra juventud.

    La Guerra selló el pacto entre Francia y el poeta, haciendo de Apollinaire, voluntario extranjero, un soldado francés y poniendo en su frente la estrella roja de la gloria.

 
 


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