José Juan Tablada y el espiritualismo
 
 
 
 

    El 2 del corriente mes de agosto se ajustaron siete años desde que falleció en Nueva York José Juan Tablada, cuyas cenizas, repatriadas en 1946, reposan en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Para recordarlo con aquel motivo, nada mejor que leer un poema suyo, alguna de sus inimitables crónicas o varias de las páginas, llenas de animación y colorido, en las que describió La feria de la vida, su propia existencia. Llegan hasta los preliminares de la fundación, en 1898 de la Revista Moderna, El Universal publicó en 1927-28 los capítulos de la segunda parte aún no recogida en volumen. Éste llevaría el título de Las sombras largas.

     Más personal e íntima que en esas Memorias resuena la voz del poeta en sus cartas. Sería deseable publicarlas, porque en cuanto salió de su pluma esplende el oro del talento; pero con frecuencia su don epigrámatico se desbordaba en gracejadas acerca de otros escritores, y si bien la intimidad epistolar las autoriza, no hay por qué ponerla en letras de molde mientras el decurso del tiempo no nos convierta, ha cuantos hoy manejamos una pluma, en materia prima para la historia anecdótica de nuestra literatura. Justo es añadir que sólo cuando veíase atacado era mordaz; tiraba entonces a demoler. Sus otros epigramas con travesuras del ingenio, propias de quien gustaba del donaire y captaba con agilidad lo que mueve a risa. Poseyó siempre notable destreza para jugar del vocablo. Hallaba felicísimas analogías de sonidos en las palabras, y de una a otra hacía deslizarse el sentido de la frase hasta producir el jocundo efecto de sorpresa característico del retruécano.

     A partir de 1921 aparecen en sus cartas las referencias al espiritualismo. Contaba ya el poeta medio siglo de edad y estaba de vuelta de muchas cosas. Más tarde menudea las exhortaciones a sus amigos para que lean el Tertium Organum, de P. D. Ouspensky, cuya doctrina admiraba. Suyo fue el primer artículo escrito en español acerca de ese libro; lo publicó en 1922. Su convicción era absoluta. "La Nueva Ciencia -decía en carta del 10 de agosto de 1925- nos da el derecho de creer en el más allá; los milagros no son sino movimientos en la Cuarta Dimensión, y así como el círculo de dos dimensiones es la sombra de la esfera de tres dimensiones, así nosotros no somos más que la sombra o la proyección en este plano de nuestro verdadero yo, el tetradimencional".
 
    En la ardua ascensión hacia el perfeccionamiento alcanzó alturas cimeras. De más en más, durante los últimos lustros de su vida se aislaba mentalmente en su mundo superior donde la norma era el amor cósmico, el de todo lo creado a todo lo creado. Se alejaba del materialismo cotidiano mediante las buenas obras, el dominio de la voluntad sobre las pasiones, la meditación profunda. En cierto modo, pues, tuvieron clarividencia los redactores de Revista Moderna que le apodaron "El bonzo", por más que sólo les diese pie para ello el epifonema con que Tablada expresó su entusiasmo, de raíz estética, hacia el Japón: "¡Yo soy el bonzo de tus pagodas!"
 
    Fácil es rastrear en su producción literaria los anuncios y las primicias de la evolución espiritualista. ya en el Florilegio, su primer libro, hay versos donde álzase el alma sobre el ardor pasional, si bien han de verse como predisposición, a lo más como obscura intuición. Lo mismo se observa en los libros siguientes. Más tarde escribe poemas espiritualistas, como Fuerza Vital, último de los seleccionados en Los mejores poemas de José Juan Tablada. Y en las Memorias abundan las nobles reflexiones sobre el mismo tema. Inclusive se puede espigar alguna mención en su Historia del arte en México; al final del Proemio escrito en 1923, leemos: "El arte es el producto supremo del espíritu y el espíritu es lo único que no muere y perdura y se salva en este contingente planeta y en la infinita evolución teosófica". De las referencias que constelan el texto bastará recoger una; al hablar de la armonía entre las líneas naturales del valle de Teotihuacán y las arquitectónicas del conjunto de edificios llamado La Ciudadela, alude el poeta a "la sabiduría antigua revelada por el ocultismo contemporáneo”. Pero la manifestación más directa y clara de esa modalidad, en el plano de la creación literaria, fue La resurrección de los ídolos que en una de sus cartas calificaba de “novela americana teosófica-psicoanalítica-intuitiva".

     La compuso en Nueva York a principios de 1924. El 25 de febrero le confiaba a un amigo: "¡Mi novela! ¡Ayer domingo la concluí! ¡Dicen que es lo mejor que he escrito!" El Universal Ilustrado publicóla como suplemento, a razón de dos capítulos semanarios, a partir del jueves 10 de abril siguiente, en folletos de 24 páginas en 12º con ilustraciones a plana entera de Duhart. El conjunto forma un volumen de 296 páginas. Aunque se imprimieron miles de ejemplares, la intermitencia de la publicación determinó la pérdida o la destrucción de los más de ellos. La obra resulta, pues, bastante escasa en la actualidad y rara vez se encuentra en las librerías de ocasión.

     Contiene 32 breves capítulos. A la invención fantástica: la animación de los innumerables ídolos enterrados, que surgen a la luz del día entre sismos, como instrumentos del mal, misteriosos monstruos de piedra que viven y matan, se mezcla un episodio sentimental tratado con vigor realista: los amores de un maestro de escuela teósofo, indeciso entre una bravía cantadora de palenque de gallos y una doncella apenas melindrosa. La acción transcurre en San Francisco Xipetepec, pueblo de una imaginaria república que el novelista llama "Tenamitl" y también "el País Amurallado" -del nahua "Tenamitl" muralla-, y en cuya capital Huehuetlán, no es difícil reconocer a la ciudad de México. Las transposiciones de nombres son diáfanas. Para el lector mexicano es sencillísimo identificar el salón de té “Mongolfier” o el café "Cristóbal", aunque sus prototipos desaparecieron ya. Mezcla el autor nombres de artistas o de escritores, amigos suyos, a los de sus imaginarios personajes, o bien, usa nombres supuestos, pero transparentes por su analogía fonética con los de conspicuas figuras de la vida mexicana hace un cuarto de siglo.

     En el prospecto de la edición en inglés expuso el propósito de la novela: "ésta proclama la gran Ley del Amor y dice cómo las masas que sufren se redimirán de los movimientos instintivos y gregarios que los malos políticos explotan". Es -añadía- una novela de "Amor Integral". Cada uno de los personajes simboliza una forma del amor: el pasional de la cantadora; el tranquilo y fuerte de la doncella -por supuesto-, lectora: acabará casándose con el maestro-; el altruista de éste; el de un arqueólogo por la ciencia; el de un pintor a la Belleza; inclusive el amor teosófico, en el plano astral; "Amor en todas sus manifestaciones", desde las más terrenas "hasta el inefable de la intuición estética."
 
    Trasciende esa novela otro amor más: el vivísimo del autor hacia las cosas patrias. México fue el constante amor del gran cosmopolita que era José Juan Tablada. Porque le amaba ardientemente le quería limpio de sangre, purgado de cuanto resabio maligno le dejó el insaciable Huichilobos, libre de logreros de la mal llamada "política" y de pistoleros, seres de presa con todos los apetitos de la bestia; puro, en fin, de odios entre hermanos. "Yo tengo furor de mexicanismo. Casi me siento xenófobo", decía en una carta, el 20 de diciembre de 1923. Vivía entonces en nueva York, en donde era pregonero voluntario de México. Su trabajo y sus solaces giraban sobre el mismo eje: el arte, la literatura y el folklore mexicanos, que su pluma incansable exaltaba con fervor persuasivo en conferencias, radiodifusiones, artículos de divulgación, estudios analíticos; en cuanta modalidad podía y en cuanta ocasión se le presentaba. Fue piloto de no pocos artistas nuestros en "La Babilonia de Hierro". Inclusive se aventuró por los campos de la artesanía, y en la Arden Gallery expuso, en 1931, un banco para jardín, ornamentado con jeroglíficos mayas y, en el respaldo, con una empenachada deidad agrícola.
 
    Como toda mística, el espiritualismo aleja de la realidad circundante y lleva hasta el menosprecio de ella. Tablada cedió a los incentivos de la doctrina que le era cara, y llegó a ver su labor artística sólo como un medio para alcanzar la superación y no como los demás la vemos: expresión de su personalidad, dádiva de la Belleza por él descubierta, parte alícuota del arte con que México adquiere plena conciencia de sí mismo. En carta del 19 de marzo de 1925 revelaba su hallazgo: "Si queremos subir debemos arrojar como lastre cuanto fue nuestro tesoro; hemos de quedarnos, espiritualmente, desnudos, desaprenderlo todo, arrastrar vanidades y orgullos, aun los nobilísimos del Arte. Entretanto, en el Silencio del Iniciado palpitan los nuevos mundos. ¡Qué tristeza!: el Arte, nuestro Arte, fue sólo un andamio, un puente, un esquema para las coordenadas de la Intuición, un ejercicio para la conquista del Ritmo. En cuanto a la Razón... ¿para qué ha de servirnos, ahora que tenemos alas? Siento que no hay más Intuición y ritmo, y la magia Todopoderosa del Amor, la blanca, la de Buda, la del Maitreya".
 
    ¡Desasimiento admirable! En su fe espiritualista, en la convicción tónica de que libre de las ligaduras de la materia el ser humano alcanzará su plena realización, encontró el poeta una consoladora fuente de serenidad. Y nos legó así un ejemplo y, tal vez, una esperanza.
 
 

 Agosto de 1952
 

 
 

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