JOSÉ JUAN TABLADA*
José de Jesús Núñez y Domínguez

 

SEÑOR SECRETARIO DE RELACIONES EXTERIORES, REPRESENTANTE DEL SEÑOR PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA:
SEÑOR DIRECTOR DE LA ACADEMIA MEXICANA:
DIGNÍSIMO AUDITORIO:
 

Cuando hace años esta docta corporación me otorgó la alta e inmerecida honra de llamarme a su seno en calidad de miembro correspondiente, nunca pensé que me tocaría, al cabo del tiempo, el triste privilegio de allegarme hasta sus escaños para venir a ensalzar la memoria de un colega que no sólo fue un amigo a quien debí estímulo e impulso en mi carrera literaria, sino también un artista sumo al que consagré una fervorosa y asidua admiración por sus eminentes cualidades de cultor del verbo castellano.

    Estaba, pues, muy cerca de mi corazón aquel cuyo panegírico debo hacer o intentar hacer en esta para mí solemne ocasión; y tal vez por esa circunstancia mi apología resulte sobrada de loas y escasa de ese sentido crítico que necesita tener aparejadas una fría rectitud en el juicio y una serenidad inalterable en el concepto.

    Además, da la coincidencia de que este trabajo mío está escrito cuando, como el autor del Quijote, me encuentro “ya con el pie en el estribo” para emprender largo viaje; y las contingencias inherentes a hecho de tal naturaleza me han impedido que lleve a cabo obra siquiera de mediana calidad. Es por ello por lo que sus defectos descollarán más aún que si, de haber disfrutado de la calma necesaria, me hubiera entregado a paciente labor de alquitara y espulgo en dicción y en ideas, que, como mías, son de suyo indigentes y deslucidas.

    Advertidos así quienes me conceden la gracia de escucharme y con la venia de nuestro ilustre Director, que ha sido el más empeñado en que me despida de la patria con este acto, que muy mucho me enaltece, voy a rendir pleitesía a uno de los escritores contemporáneos de México de mayores y más sólidos valimientos.

    Es de José Juan Tablada de quien trazaré apenas un bosquejo, puesto que para estudiar a fondo su robusta personalidad tengo para mí que ni un libro bien nutrido bastaría, así de recia y poliforme es su individualidad literaria.

    Unidos fuertemente su nombre y su acción a uno de los movimientos que podríamos llamar revolucionarios de las letras continentales y también de las españolas; en tenaz y lueñe actuación en nuestra literatura por varios lustros; difusor de una actividad que únicamente en los postreros años de su vida tuvo cierto apaciguamiento; se desgajan tantas y tan variadas reflexiones al examinar las facetas de su intelecto poliédrico y son tan singulares los diversos aspectos de su dinamismo mental, que ese examen minucioso de su obra, repito, suministraría material copiosísimo para varios volúmenes que resultarían documentación valiosa de uno de los ciclos más interesantes de la historia literaria mundonovista.

    Quede esta tarea tan atrayente para quienes a la par que capaces sepan ver los panoramas de esta existencia tan rica en filones de elevada espiritualidad y penetrar en la esencia de esa mentalidad de elección, que tan proficuos y exquisitos frutos diera a la literatura castellana.

    Para mí José Juan Tablada fue un escritor en que las dimensiones de tal encontraron su encarnación más cabal y precisa, porque reunió en sí la magnificencia de un poeta de subidísimos quilates, de excepcionales proporciones, a la vez que la maestría de un prosista de incomparable elegancia, que a la gracia y la suntuosidad de la forma aunaba el estilo diamantino y la hondura psicológica.

    Comienza a formarse en un ambiente de decadencia literaria que rasgaban todavía a las vegadas los disparos de los trabucos del neoclasicismo y los fusiles de chispa de los románticos acedos, batidos en retirada por las huestes de El Duque Job. Había pasado ya lo más reñido de la contienda y en el torreón de la Revista Azul ondeaban flamantes pendones victoriosos.

    Tablada llegó entonces a sumarse a las falanges juveniles que se hallaban ávidas de pelea. Un breve paso por el Colegio Militar le había dejado rescoldos bélicos y las brasas se avivaban ante la actitud de otros mozos que, como él, habían acudido a ponerse bajo las banderas de los campeones que lidiaban por la renovación literaria de México.

    No hay para qué detenerse a referir sus pasos iniciales por la áspera senda del periodismo. Con su propia péñola describió estas incidencias en su amenísima obra autobiográfica intitulada La feria de la vida, en donde lo vívido del relato corre parejas con la fuerza evocadora del México de antaño y con su suprema destreza de paisajista de almas y de cosas. Pictórico por excelencia, aun en obras de este jaez, se trasluce su destreza en el trazo objetivo, y cuando retrata un espíritu acude al tono sombrío de la acerba crítica o al detonante rojo de la ironía o al bilioso amarillo del sarcasmo. Algunas estampas en que revive aspectos urbanos o de la campiña nacional se dirían aguafuertes de Rops, a quien tanto admiraba, o velasqueños lienzos (de nuestro Velasco) por sus juegos de luz y sus fiestas de matices.

    Según la exacta expresión de nuestro ilustre colega y fraterno amigo mío don Carlos González Peña, Tablada “apareció en el momento justo, ocupando un puesto avanzado entre los reformadores de la lírica”. Pero aunque de pronto no rompió lanzas por modo radical con los cánones establecidos, por sus claras tendencias hacia otras morfologías estéticas, se le señaló desde luego como a un rebelde y se le colgaba el dictado de decadentista, que por aquellos días era equivalente de un sambenito.

    Algunos de los que pasaban entonces por primates de la crítica, que se ejercía con la palmeta de dómine atrabiliario de Valbuena, le llegaron a conceder “opulencia oriental y valiosa originalidad en las imágenes”. Y uno de ellos fue hasta lo hiperbólico al atreverse a asentar que “sus poemas eróticos son artísticos y raros, como esas figuras que cincelaba en sus ánforas de plata Benvenuto Cellini” (Adalberto A. Esteva, Libro Nacional de Lectura). Y no hallando cómo clasificarlo cuando, sacudiéndose las últimas briznas de la caparazón poética tradicionalista española, empezó a perfilar su personalidad modernísima, los aristarcos llamaron la atención del público acerca de la japonofilia del nuevo bardo, debido a que éste había publicado su poema intitulado Japón.

    Tal poema, dedicado al ingeniero Carlos Noriega, expresa el ferviente amor de un artista a lo que el país del Mikado tiene de belleza plástica y legendaria; desde su aparición se hizo popularísimo y su notoriedad creció cuando, a raíz de la guerra ruso-japonesa, se puso de moda todo aquello que se refería a la tierra de los samurais. Nadie ha olvidado aquel grito de excesivo catecúmeno, que dice:

                                   Tus teogonías me han exaltado
                            y amo ferviente tus glorias todas:
                            ¡yo soy el siervo de tu Mikado!
                            ¡yo soy el bonzo de tus pagodas!

    Tablada fue, por lo tanto, más que un precursor, un implantador de la japonofilia que, al apoderarse del Universo, sacó al plano de la celebridad en ese preciso período a los novelistas japonófilos franceses Pierre Loti y Calaude Farrère y al inglés Lafcadio Hearn. Y es que Tablada, influído por el parnasianismo exótico de Lecomte de Lisle y la sinofilia de los Goncourt —que fueron sus ídolos de entonces, a tal grado que imitó a Edmundo hasta en lo exterior de su persona—, experimentó una admiración casi fanática por el Japón “galante y heroico” y en la cual hay que buscar más al adorador de lo plástico que al literato. Señalemos también la influencia de Heredia, con sus maravillosos sonetos El Daimio y El Samurai, en esta inclinación del apolonida de El Florilegio hacia las cosas niponas, y agreguemos que la lectura de escritores británicos, cuyo idioma dominaba José Juan, abrió a su fantasía nuevos campos de ensueño orientalista.

    Tablada, que se hallaba en plena juventud, supo con su gran talento cultivar su japonofilia, y entre la enorme incultura de nuestros literatos, que sólo conocían el Japón porque en él fue crucificado San Felipe de Jesús, adquirió justo renombre de japonófilo, un poco por pose, y más porque sentía verdaderamente, genuinamente, pasión por ese pueblo de estupendos artífices, que con sus procedimientos estéticos milenarios estaban, sin embargo, muy por encima del fatigado arte occidental.

    En esa época fue cuando Tablada dio a la estampa otras de sus poesías japonófilas, entre las que señalaremos Crisantema, Musa Japónica, Noche de Opio y Koshimshifu, que acabaron de afirmar su tendencia orientalista, que, por lo demás, él ostentaba por todas partes como una extraña presea. En su casita de Coyoacán abundaban las japonerías en porcelanas, telas y pinturas, y él mismo, dentro de lo íntimo del hogar, recibía a sus amigos en kimono, y se daba aire con un policromo abanico de papel, en tanto que servía el té a sus visitantes en frágiles tazas de Satsuma y con todos los rituales japoneses.

    La reducida colonia nipona que había entonces en México le llenaba de atenciones, y él, para hacer demostración pública de su japonofilia, se dedicó a aprender jiu-jitsu, pues siempre cultivó los ejercicios físicos y fue uno de nuestros primeros deportistas.

    Pero este japonés-mexicano, que conocía al dedillo la literatura nipónica y que había aprendido el idioma de los súbditos del Mikado, y casi oficiaba ante los Budas que poblaban el jardín de su mansión, entre cácteas autóctonas, ¡no había ido nunca... al Japón!

    Mas el Mecenas de ese alto grupo poético tenía abiertos corazón y escarcela para satisfacer las nobles aspiraciones de sus protegidos. Don Jesús Luján, el fúcar artista que inmortalizara Julio Ruelas con su pincel demoníaco, envió a Tablada a través del Pacífico, y éste pudo convertir su “áureo espejismo” en la más bella de las realidades y contemplar a su sabor la “blanca nieve del Fusiyama” y solazarse de visu con el arte mágico japonés que, según él, “es el poema del Artificio en la Obertura de los colores”. Opio, nirvana, lotos, faisanes, ciervos blancos, monstruos alados, cigüeñas, cerezos, sedas, crisantemas, todo lo que había llenado de tonalidades exóticas su poesía lo tuvo ante sus ojos y lo palpó con sus manos. Los bambúes y las geishas y las musmés, los marfiles y las lacas le entregaron totalmente su secreto, dejándole la perdurabilidad de su recuerdo. En los jardines de Tokio tradujo a Heredia, y sus impresiones de viaje se cristalizaron en su libro en prosa En el País del Sol, cuyas crónicas, ilustradas por él mismo, se publicaron en Revista Moderna. Años después lanzó a la publicidad su bella monografía Hiroshigué, el pintor de la nieve y de la lluvia, de la noche y de la luna.

    Pero su apasionamiento por lo oriental (occidental, debíamos decir nosotros los mexicanos, mas en esto también hay una anacrónica herencia europea) persistió en él tan radicalmente como en su juventud y en su madurez, y así nos dio sus lindos libros Li-Po y otros poemas y Un día... En este último publicó, por primera vez en español, los haikais, forma sintética del poema japonés de ese nombre, y dedicado a la memoria de una ilustre poetisa japonesa.

    Al llegar a este punto de tanto interés en nuestra historia literaria, habría que disertar acerca de la introducción del haikai en las letras americanas e hispánicas en general. Ya lo han hecho gentes de autorizada voz que, como había que esperarlo, adjudican a Tablada la primacía de esta aportación a nuestra poética. “Le corresponde el mérito —asienta Maples Arce en su Antología de la poesía mexicana moderna— de haber introducido en español la técnica poética del hai-kai, estos minúsculos poemas que en 17 sílabas estilizan aforísticamente un pensamiento o una intuición lírica completa”. Y otros críticos de ayer y de hoy, exponen iguales conceptos.

    Tablada, antes de emprender el viaje definitivo, tenía ya listos para la publicidad tres libros más de este género: Dioses y Demonios del Japón, El Poema de okusay y Aztecas y Japoneses, que comprenderá La Ceremonia del Té, La Fiesta del incienso y El Arte Floral; pero su japonofilia sufrió tremenda merma cuando en ocasión de la reciente guerra se cercioró tristemente de que el pueblo que había imantado sus admiraciones se convertía, por natural regresión a su primitiva barbarie, en una nación rapaz, agresiva y brutal, indigna de que ningún hombre de bien le rindiera culto en forma alguna.

    Como poeta menos exclusivo y fuera de este marbete convencional, Tablada fue, según Urbina, “el primero que dio en México la nota baudeleriana”. Había que agregar que dio varias notas; mejor dicho: ¡toda la lira! Verlainismo, Rollinatismo, Rimbaudismo, Mallarmismo... Porque su inquietud espiritual le llevaba más allá de las fronteras conocidas por los que presumían de haber hecho travesías por las literaturas extranjeras, y bien pronto no tuvo para él secretos la literatura francesa de su época, que era la que marcaba la pauta en el movimiento modernista que se iniciaba con tempestuosos fragores.

    Una de estas señales de la tormenta que se avecinaba la presentó precisamente Tablada con su poema Ónix, cuyo sólo título fue objeto de alharaquientos cacareos en los gallineros de los misoneístas. “Su métrica —consigna Jesús E. Valenzuela— disonaba a las empedernidas orejas de los rimadores preceptistas”. Y además, la novedad de la forma, que rompía con lo rutinario, y el acíbar de desencanto materialista de que estaba impregnado el poema, encontraron prolongadas resonancias en aquellos que, ansiosos de un lenguaje distinto y de otra sindéresis, le saludaron como el poeta representativo de su tiempo.

    Justamente fue Valenzuela, gran señor de las letras y de la vida, “poeta manirroto de tres riquezas: la de su oro, la de su corazón y la de su ingenio”, quien, convirtiéndose en el pujante paladín de la cruzada de la renovación literaria, congregó en la Revista Moderna de México a los escritores que pugnaban aislados por lograr la transformación de nuestras letras. Y consiguió llevar a su lado “al más alto grupo intelectual que ha producido México”, y en el cual José Juan Tablada ocupó uno de los primeros sitios.

    Allí, al lado de Jesús Urueta, “el divino”; de Rubén M. Campos; de Balbino Dávalos, el magistral traductor; de Francisco M. de Olaguíbel, de Efrén Rebolledo, de Couto Castillo, “el doncel doliente”, para no citar sino a los intelectos cimeros, de quienes también el patético Ruelas fuera el exégeta con sus inimitables ilustraciones, Tablada volcó todos los tesoros de sus arcas líricas y se trocó en uno de los sillares de la estética que venía a implantar no sólo una técnica susceptible de acordarse a las vibraciones de una humanidad en plena subversión ideológica, sino también a hacer más tangible y humano el sentimiento y a dar mayor extensión al vuelo imaginativo con ilímites perspectivas en la metáfora y en el léxico. Ese fue el modernismo, que también se tildó de decadentismo, sin que los que así etiquetaron a tal movimiento de evolución de la poesía supieran en fin de cuentas lo que pretendían definir.

    De ese proceso de depuración literaria, fue Tablada uno de los factores decisivos. Sostenedor y vocero de la escuela que se combatía con saña sin igual, pero que iba imponiendo sus cánones, porque respondía, además, a un estado social de efervescencia en que se gestaba una revolución política, el poeta de El Florilegio, como se intitula su obra primigenia, hizo de la Revista Moderna su tribuna y su cátedra. En sus versos se escuchaba la música inefable del Pauvre Lélian o se percibían los acres absintos de Richepin o el helenismo de Moréas o las extravagantes modulaciones bulevarderas de Rollinat, cuando no el énfasis de Gautier y siempre los refinamientos de Baudelaire. Todos los procedimientos de “los raros”, a quienes conocía a maravilla y recitaba con deleite, eran asimilados por su ágil mentalidad, que tras deglutirlos con finuras de espíritu superior los devolvía con un ropaje tejido en sus propios telares. José Juan Tablada, parisiense que no había estado en París, se sabía al dedillo hasta el último de los rincones de la Ville Lumière y conocía las particularidades de la existencia de aquellos que le servían de modelos y se aparecían como los semidioses del nuevo culto literario universal.

    Su talento proteico lo llevó hacia una labor disímbola, pero de una unidad sorprendente. La crítica de arte y la puramente literaria, la crónica, la novela, atrajeron su atención por igual en ininterrumpida actividad, y en las páginas de aquella Revista derramó lo más jugoso de su numen y de sus conocimientos, constantemente acrecentados por continuas lecturas de las que salía, testifica Valenzuela, “íntegro, pulido y abrillantado”.

    Sus afinidades con otros poetas de América, que habían adivinado en él a un artista de relieves excepcionales, le valieron consagraciones de tanta resonancia como la dedicatoria que le hizo Leopoldo Lugones de Los Crepúsculos del Jardín, catecismo de los sonetistas de aquellos días en toda la América.

    La etapa de la Revista Moderna señala en Tablada el principio de su época de oro y la definitiva creación de una personalidad tan original, tan singular, que su caso apenas puede hallar parangón en el Continente.

    Pasado el furor simbolista y la fiebre decadentista, cuando todavía sus compañeros de las viejas campañas continuaban rindiendo parias a lo que estaba desplazándose biológicamente por los ímpetus de la juventud que venía inmediatamente a su zaga, ya Tablada había andado por otras zonas y bajo otros climas y hasta había regresado con un bagaje de teorías estéticas de las más flamantes, que exponía y aplicaba con gran oportunidad a sus producciones. Seguía siendo tenido por los que arribaban en son de iconoclastas como uno de los “doce pares” del modernismo, pero ya su barca estaba distante de esas radas. Espiritualmente había sentado plaza de trotamundos literario, espigando en las eras del pensamiento universal, dándose el gusto supremo de hincar el diente goloso de experto gourmet en todos los frutos de las bellas letras, saboreándolos en sus idiomas propios. Ávido de lo desconocido, anhelante de ignorados horizontes, con la curiosidad anímica que nunca le abandonó, que le permitía marchar siempre con los ritmos más acelerados de su tiempo y penetrar en perspectivas que apenas se abrían a las miradas de los escritores de verdadera élite, rompió a menudo la órbita de los cenáculos y las lindes de lo restringido por compromisos de una escuela y se lanzaba audazmente —Odiseo y Simbad del pensamiento— a explorar otros mundos de los que siempre traía el oro de Ofir de vibraciones desconocidas y modalidades estéticas insospechadas. En ese punto fue un poeta en constante estado de transformación mental, que poseyó, como ninguno de nuestros literatos, un extraordinario sentido de adaptación y una asombrosa ductilidad de inteligencia. Se podría decir de él que fue eternamente joven, literariamente hablando, porque de continuo se encontró en las filas de vanguardia, y aun sobrepasó en ocasiones a los mismos que presumían de extremistas.

    En el fondo del poeta artista bullía un satírico rabelesiano. Más que un humorista se escondía en él un cáustico ironista que a veces traspasaba los setos de la mordacidad. Célebres fueron sus epigramas repentistas, agudos como estiletes, y sus comentos políticos en verso de corrosiva comicidad, que a la postre lo exilaron de nuestras tierras. Pero ello, que en otro cerebro menos preparado hubiera producido quizás retroceso, le sirvió para acrecentar el caudal de su ya vasta cultura. Ingresó en la carrera diplomática, estuvo en Venezuela y en Colombia. Y si antes había al fin realizado su ensueño de solazarse con la floración de cerezos en los cármenes japoneses, ahora, al paso de las girls neoyorkinas, cristalizaba su alabanza en aquel dístico desesperado que todos sabemos de memoria:

                            Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida,
                            tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida,

o encerraba en El jarro de flores, libro de poemas sintéticos, la alada gracia de los colibrís sudamericanos o el ritmo de los abanos de las tropicales palmeras. Entonces, el cronista que en Los días y las noches de París ilustró viñetas con refinamiento de Gavarni o picarescas sanguinas de dibujante bulevardero de La Vie Parisienne, creó en Nueva York de día y de noche la crónica cosmopolita, que a  veces, por su hondura y su estilo coruscante, superó a las de sus congéneres coetáneos.

    Pero el aspecto más interesante de ese ciclo de la vida de Tablada fue el acendramiento de su mexicanismo. Los doce años de su primera estadía en el exterior volvieron más medular su afección a México. Ni su contacto con las más desconcertantes manifestaciones de la literatura, que en los Estados Unidos alcanzan extravagante y absorbente boga, ni su participación directa en muchos de esos movimientos que han propendido a modificar la fisonomía ideológica del mundo, pudieron mellar el bien templado acero amozoqueño de su mexicanismo, que gritó y propagó doquiera, contagiando de él a cuantos  lo oyeron en Yanquilandia y llevando a cabo allí una labor patriótica, nunca lo suficientemente alabada.

    En su otoño, copioso en mieses, fue esta etapa de su existencia la máxima en altitud y resultados. Lejos de los pecados juveniles, de las "misas negras" de la mocedad, del mariposeo con el placer y de ambular entre los siete pecados capitales, José Juan Tablada, ya "en la ladera augusta de la serenidad", practicó el mexicanismo en su forma más elevada y noble. En efecto, se transmutó en el campeón de nuestros artistas en los Estados Unidos, en el pregonero de nuestros valores morales y sociales. Su reputación de crítico bilingüe, ganada a pulso, la puso al servicio de México y de sus hijos. Presentó a los que verdaderamente podían triunfar, los impulsó, los apoyó, los encaminó por el carril del éxito. Con frecuencia escribía artículos especialistas y sustentaba conferencias, y todavía tenía tiempo para enviar sus crónicas neoyorkinas —que reflejaban en estupendos esmaltes de léxico y de ingenio los aspectos de la gran urbe de hierro y que insertaban numerosos periódicos de América— y para cincelar poemas y profundizar cuestiones filosóficas.

    Y al tornar a la patria, ya sacudidas las sandalias del polvo de las rutas del orbe, todavía su amor a lo vernáculo se exteriorizó en uno de los libros en que el mexicanismo ha sido fijado con expresiones más bellas: La Feria, que es toda la patria en sus tradiciones de mayor finura y de mayor colorido y de más entrañable contenido emocional. Debía servir de paradigma a quienes han intentado llevar a las cumbres del arte lo típico, autóctono y mestizo, que se arrulla aún en los brazos morenos de la masa popular.

    Alejado por propia voluntad del tráfago mundano, aunque no en el aislamiento del torvo   fraile de su poema Ónix, Tablada, que alentó amor perenne por las flores y el garrular del agua silvestre y las frondas y las montañas solemnes, con un panteísmo que era complemento de su devoción innata por las artes plásticas, de donde aportó gran parte del colorido, la delicadeza y la objetividad que caracterizan algunos de los aspectos de su obra, más que descriptiva, genuinamente pictórica, como antes la observamos; Tablada, decimos, se retiró a Cuernavaca.

    Cerca de él, el turismo cretino e insolente pasaba a lo largo de su casita sin conmoverlo siquiera. El poeta, que había sabido como pocos del alucinamiento de la faunalia y que había atravesado por los siete círculos dantescos, vivía entregado a su mundo interior, del que salía para saludar de tarde en tarde a sus amigos de la Metrópoli.

    Su quebrantada salud le llevó de nueva cuenta al tumulto neoyorkino y allí, a orillas del Hudson, donde en tantas ocasiones pescó maravillosas gemas, expiró tranquilamente, el 2 de agosto de 1945. Había nacido el 3 de abril de 1871.

    Legítima gloria de la literatura mexicana, y de la continental, el nombre de José Juan Tablada vivirá eternamente en nuestras letras como el punto de los ínclitos representativos del pensamiento contemporáneo de México.
 

SEÑOR DIRECTOR DE LA ACADEMIA:
SEÑORES ACADÉMICOS:

    Servíos aceptar mis rendidos agradecimientos por haberme recibido en vuestra casa. Y vos, particularmente, doctor y maestro Alfonso Reyes, a quien la nación entera acaba de galardonar con recompensa máxima, recibid la flor de mi reconocido afecto como os entregué la de mi amistad, hace ya muchos años, cuando por vez primera, apenas adolescentes, nos sentamos juntos en los bancos de la amada y benemérita Escuela Nacional Preparatoria.
 

*Discurso leído ante la Academia mexicana, correspondiente de la española, el día 28 de enero de 1946, en la recepción del Académico D. José de J. Núñez y Domínguez.
 
 
 


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