LOS DÍAS Y LAS NOCHES DE PARÍS
El embarque a Citerea
Como hay hombres representativos, Emerson los señaló, puede pretenderse que existen obras de arte representativas que, al igual de los hombres, compendian y sintetizan las tendencias y los caracteres de toda una época. Pueden aventurarse los ejemplos. En la tiarada cabeza del faraón Harmhabi o en la diademada de la dulce reina Taia, todo el Egipto parece asomar, del seno de las necrópolis y a flor de los sarcófagos, su místico espíritu alterado de inmortalidad. El querub asirio, de cuerpo musculoso y bestial, de rostro humano encuadrado en la barba tubular, es el país cruel, guerrero y cinegeta que, como el monstruoso querub, tiene dos alas: el ensueño sideral y misterioso de sus magos astrónomos. La maravillosa serenidad griega irradia toda en el mármol dorado de la Venus de Milo. Toda la India teogónica y alucinada perdurará mientras subsista la pagoda de Tangore, esculpida y tallada hasta el vértigo con rebaños de elefantes y multitudes de avatares búdicos, y así en tal obra de Yosai, de Rembrandt, del Veronés, de Velázquez, se encontraría aceptada y perdurable el alma del Japón esotérico y batallador, de Holanda plástica y burguesa, de Venecia voluptuosa y espléndida, de España torva y sensual, fanática y caballeresca. Y así en un solo cuadro, en El embarque a Citerea de Watteau, surge ante mi vista toda Francia, ya que Francia, a los ojos del artista, resplandeció en la suprema apoteosis del siglo decimoctavo.
El alma de Francia sublimada en el siglo XVIII y el alma del siglo XVIII condensada en el cuadro de Watteau, fueron mucho tiempo el foco fascinador de mi deseo, y cuando obstáculos materiales frustraban mi anhelada peregrinación al viejo mundo, era la playa de sombrías frondas verdes y de arenas doradas, era el mar misterioso y el hondo cielo del cuadro de Watteau lo que se desvanecía ante mi frustrado deseo. No ir a Europa era mi tristeza; pero en el fondo de esa amarga y forzosa abdicación, no ver El embarque a Citerea era el más inconsolable de los duelos, el más doloroso renunciamiento, la más implacable nostalgia.
Y tan cabal sortilegio la prestigiosa obra de arte lo había operado en mi espíritu a través de las tierras y de los mares, no por sí misma, sino por sus imágenes, reproducida en fotografías falseadas sin duda, en grabados quizá frustráneos. Tal vez algo de su alma fascinadora me llegó con más fragancia en la plástica y completa descripción de Gautier, en el himno vibrante y colorido de los Goncourt, en los análisis sutiles de Gustavo Geffroy y de Camilo Mauclair y en esa pasmosa transposición literaria del alma, de toda el alma esencial que de Watteau hizo, en sus Fiestas galantes, el divino Paul Verlaine.
Mi emoción, pues, al encaminarme esta mañana brumosa al Museo del Louvre, es profunda y me parece que el taxiauto que me conduce tarda más que de ordinario. Desearía que alguien me condujera vendado hasta el pie del cuadro, quisiera olvidar momentáneamente todo lo que de pinturas he visto, rehacerme una virginidad de la visión y perderme así con el pasmo de la repentina iniciación en el abismo de poesía que va a abrirse ante mis ojos.
Me sobrecoge la aprensión de encontrarme con algún conocido erudito y teorizante que vaya a turbar la santidad de mi emoción con sus manejos de cornac. Siento asimismo el miedo de una desilusión, el recelo de la pesadumbre que sigue a todo deseo realizado. Como tantas veces, ¿no sería mi sueño más hermoso que la realidad?
Por fin he llegado. La obra maestra del encantador está ante mis ojos... de pronto nada veo más que una atmósfera de oro y un hondo fluido azul... atmósfera que vibra y arde, fluido que se transparenta y que se ahonda. Luego distingo un trozo de tierra cálida, a lo largo de ella una guirnalda de personajes, rojo, negro, rosa, gris, y sombreándola un árbol nemoroso que encumbra grandeza y filtra misterio. Pero el agua, el mar milagroso, se va, se dilata, se pierde en el luminoso infinito del cielo, que a su vez se desvanece en un más allá extraterrestre adonde el alma se siente atraída, disuelta, absorbida como por una vorágine irresistible de éter y de luz! Poco a poco se va distinguiendo que en el cielo, hecho de topacios y turquesas pulverizadas, fundidas en irisación de ópalo, hay luminosa vibración de átomos, que en el mar tiemblan cabrilleos y fosforescencias, que el árbol exhala humedad selvática y penumbra misteriosa, que la aparatosa comparsa, Arcadia sentimental, Decamerón galante, se mueve con gestos nerviosos, elegantes, ímpetus eróticos en los hombres, voluptuosos abandonos en las mujeres. Ellos sobre el cortesano atavío de las principescas pastorelas lucen la negra muceta y el calabazo y el cayado de los peregrinos con aparatosas actitudes de minué, y ellas, todas abandono y ensueño, todas gracia y voluptuosidad, los holgados ropones, a los que la Pompadour daría su nombre, las arqueadas mulillas.
Les hauts talons luttaient avec les longues jupes...
Destacando su blancura dorada sobre el requemado rojo del boscaje, mírase surgir un busto de Pomona sobre un fuste de Hermes y en el extremo opuesto la empavesada nave rococó, la galera milagrosa de ensueños y de deseo que entre músicas y flores conducirá a los peregrinos a la ínsula divina del amor sin desengaños, de la pasión sin pésames, de la voluptuosidad sin hastíos.
Y con la suntuosidad pictórica de Rubens y del Veronés, con la opulencia flamenca y la magnificencia veneciana, con el sentimiento paisajista de Ruysdael y Van Ostade, flota en aquella maravilla algo que sólo es de Watteau, la gracia única, el turbador misterio, el profundo encanto, el ensueño excepcional.
Mirad aquí mismo, en los salones vecinos, a los demás pintores del siglo XVIII, a Boucher y Fragonard, a Lancret y Pater. Todo lo de Watteau lo tienen ellos: la decoración, el guardarropa, la paleta, la luz, hasta los tacones rojos de las mulillas y los lunares postizos de los rostros... Todo menos el alma. Y tan es así, que lo que en la creación de Watteau es éxtasis y gracia y aristocracia, se convierte en el mundo inferior de sus rivales en espasmo sensual, en provocación insolente, en afectación teatral. Todos fueron pintores y sólo Watteau fue poeta... Todos pintaron al siglo XVIII como era... sólo Watteau lo pintó como debía haber sido. ¿No veis que sus personajes con menos fe que su creador mismo, parecen dudar de su propia ventura? No sentís que como lo dijo Verlaine:"Ils n'ont pas l'air de croire a leur bonheur?"
Sí, en verdad que en este azul hay más profundidad sideral que en el místico azul del Beato Angélico, verdad que como notó Mauclair, confina con los "sabios abismos deslumbrados" de la Herodías de Mallarmé, verdad que es más turbador que los azules ventisqueros de Vinci, verdad, maestro Gautier, que este colorido "tierno, ideal y vaporoso fue justamente elegido para un sueño de juventud y felicidad", y que como los de Goncourt lo escucharon en este Olimpo de ópera, en este paraíso citéreo, "una tristeza habla en voz baja..."
Y verdad muy verdad lo que observó Ángel Estrada, que este cuadro de Watteau debe admirarse en plena juventud!...
Porque de esta apoteosis del amor, de este festival de la juventud, de la gracia y del deseo, de este mar elástico que mece la galera dorada, de ese cielo cuyo azul, como el cielo real y el amor humano sólo es azul visto a distancia, se desprende una amarga e indecible melancolía...
La hermosura de este espléndido sueño pictórico sólo sirve, en suma para hacer más acerba la triste realidad.
Todo llega tarde en la vida... ¿Por qué no vi este cuadro antes, en otros días lejanos, cuando la "invitación al viaje" pudo resonar en el alma armoniosa con ímpetus de aventura?
Todo llega tarde en la vida...
Largue, pues, la empavesada galera sus amarras para otros tripulantes que no hayan aún arribado al mar muerto del desencanto, que no hayan divisado en la geografía sentimental la isla fatídica de Böcklin, que no adivinen que en la empavesada galera habrán de remar como galeotes, que no sepan que el mar de Citerea refleja tan exactamente al cielo que cuando piensen haberse incorporado al azul luminoso, se habrán hundido pesadamente en el salobre mar.
Revista de Revistas, 26 de mayo de 1912, en Obras III, pp. 119-124.