REVISTA DE REVISTAS EN NUEVA YORK

La música moderna

(Correspondencia especial para Revista de Revistas)

La música que ya en tiempos de Orfeo operaba milagros sobre la inconsciencia, ha abierto una brecha luminosa en la férrea muralla de esta Babilonia.
    Edgar Varèse acaba de hacer triunfar en Nueva York la música modernísima y el tercer concierto del Gremio Internacional de Compositores, creado por él, fue la consumación del ciclo victorioso que las nuevas normas musicales iniciaron desde antes de la Gran Guerra.
    A concierto por mes, en febrero, marzo y abril, el gremio que enérgicamente proclamó en su inicial manifiesto: "Los compositores modernistas se rehusan a morir", no sólo ha afirmado soberbiamente su opulenta y robustísima vida, sino que ha vivificado con vírgenes y fecundos veneros de belleza a un público que aguardaba el advenimiento de un poder genial para descubrirse a sí mismo y hallar expresiones estéticas acordes con su sensibilidad recóndita, y atmósfera de arte idóneo para su espíritu.
    Ese espiritual despertar de un público, se fue operando, durante los tres conciertos del gremio, primero como un lento deshielo y luego como un impetuoso germinal de primavera.
    En la primera audición, el cuarteto de cuerdas Bachmann, Salzedo como pianista y Greta Torpadie cantando, presentaron obras de Casella, Malipiero y Goossens.
    En el segundo concierto el programa incluía, obras de Stravinsky, Ravel, Delage y Schmitt, cantando Eva Gautier, cautivadora intérprete de la nueva música, y tocando la Orquesta de la Sociedad de Música de Cámara.
    En el concierto tercero y último de la serie se ejecutaron obras de Erik Satie, Poulenc, Acario Cotapos, talentoso músico chileno, y Edgar Varèse, por un numeroso grupo instrumental y con el concurso precioso de la joven y ya célebre soprano rusa Nina Koshetz.
    En medio de tan escogidos programas fueron las obras de Varèse las que merecieron el más entusiasta tributo del público, un auditorio de intelectuales y personajes célebres en las letras, en el teatro y en las finanzas. En una sola fila de butacas veíanse a Georgette Leblanc-Maeterlinck, a Mme. Caro-Delvaille, esposa del célebre pintor que en estos días abrió una exposición de sus obras en la Quinta Avenida, al tenor Muratore y a Lina Cavalieri. Más allá el cónsul de Alemania entre un grupo de diplomáticos, que expresamente habían venido de Washington para asistir al concierto. Los músicos Gruenberg, Saminski, Kramer; los pintores Zoltan Hetch, Max Weber, Zorack y cerca de ellos Waldo Frank, el sociólogo que tan profundas cosas ha dicho de México. Era aquel, en fin, el público más autorizado para consagrar un arte que por su pureza, su fuerza y su originalidad, tardará aún en ser aplaudido por los filisteos ergotistas y por los burgueses impermeables.
    Las dos obras de Varèse tituladas Chanson de là-haut y La croix du sud fueron cantadas por la admirable Nina Koshetz y ejecutadas por un grupo orquestal de dos flautas, oboe, clarinete, fagot, cuerno francés, trompeta, trombón, arpa, dos violines, cello, viola, contrabajo y percusiones.
    Tras de las sendas ovaciones que siguieron a la ejecución de estas obras, críticos profesionales y amateurs discutían con entusiasta sorpresa las cualidades que sellan la música del joven maestro; de su belleza armónica, rítmica e instrumental, de las asombrosas combinaciones de su técnica, de la construcción perfecta y de la vasta sonoridad que hacía al grupo instrumental alcanzar el poder de una orquesta numerosa.
    ¡Bello ejemplo de música moderna que como las otras artes, poesía, pintura, es por excelencia autónoma y realiza la fuerza y la pureza de sus recursos propios!
    El triunfo de Varèse fue compartido en buena parte por Carlos Salzedo, reputado por la crítica universal, como el más grande arpista del mundo, igual como instrumentista al violinista Kreisler y a Busoni el pianista. Como compositor, Salzedo en sus Cuatro preludios de un teléfono vespertino agotó, magistralmente, los recursos y las sonoridades del arpa, logrando inesperados y desconcertantes efectos de maderas, de membranas y de metales percutidos.
    Aunque joven, Edgar Varèse no es precisamente un desconocido. Estudió en París, donde nació, con Widor y con Vincent d'Indy, graduándose con la primera beca artística de la ciudad de París. Logró atraer la atención y despertar el interés de Debussy y de Romain Rolland, que escribió, sobre Varèse, las siguientes palabras: "Su talento musical tiene grandes cualidades latinas de claridad, de pureza de forma y de espíritu. Tiene dotes excepcionales; su materia orquestal es ágil, ligera, plena y vivaz. Debe intentarlo todo, porque es ya dueño de su lenguaje musical y tiene en su obra una viril juventud y un corazón poético y puro que es adorable".
    Varèse fue el fundador y el organizador del hoy famoso Coro de la Universidad Popular de París y dio una reveladora serie de conciertos en el Château de Peuple.
    En Alemania tuvo por mentores y amigos a Ricardo Strauss y a Karl Muck y en Viena a Gustavo Mahler.
    En Berlín, Varèse dirigió el Symphonischer Chor durante dos temporadas y las producciones de Reinhardt. Después reemplazando a Oskar Fried fue nombrado director del Stern'schess Gesangverein y durante el mismo periodo dio una serie de conciertos dedicados a los motetistas de los siglos XV y XVI. En Praga dirigió la Orquesta Filarmónica, dirigiendo algunas de sus propias composiciones.
    Cuando estalló la guerra Broussan, director de la Ópera de París, había nombrado a Varèse, director de orquesta y Gabriel Astruc lo había contratado para una serie de conciertos en el Teatro de los Campos Elíseos.
    El joven músico, movilizado en 1914, contrajo doble neumonía en las trincheras y obtuvo su licencia viniendo a América. Aquí hizo su primera aparición dirigiendo en el gigantesco teatro Hippodrome el Requiem de Berlioz, ejecutado en honor de los muertos en la guerra, sin exclusión de nacionalidades.
    Después fundó la Nueva Orquesta Sinfónica para dar a conocer a los compositores modernos y la dirigió durante algún tiempo, pero como el comité directivo intentara deslizar en los programas la música que atrae al grueso público, Varèse prefirió renunciar, a contribuir a fines mercantiles y ajenos al arte.
    Las composiciones de Varèse incluyen ocho obras orquestales, varios lieder y una ópera, que interrumpió la guerra y para la que escribió el libreto el poeta alemán Hugo de Hoffmansthal.
    La prensa de esta ciudad, tras del primer estupor, dedica al joven maestro Edgar Varèse palabras decisivas. Un gran diario acaba de escribir:
    "Edgar Varèse merece ser llamado con mayor justicia que nadie, el leader de los progresos musicales en Nueva York".
    Y otro gran diario: "Las obras musicales de Edgar Varèse nos muestran el fascinador camino hacia la música del futuro, mejor que las obras de ningún otro creador".
    Mucho más dirá el próximo año... Entretanto, usando la metáfora del crítico musical Adolfo Salazar, puede decirse que Andrómeda, la nueva música, ya no está encadenada bajo el poder del dragón. Aquí, por lo menos, a Varèse le ha tocado en suerte ser Perseo.
    El vuelo, en alas del Pegaso, vendrá después.

José Juan Tablada
Nueva York, mayo, 1922

Revista de Revistas, 21 de mayo de 1922, en el CD-ROM La Babilonia de Hierro.