"EN OTRO MUNDO"*

EXPOLIARIUM...

(Fragmentos de una novela)




En los anaqueles del armario del fondo, abrillantado de un barniz caoba, descansaban las filas de botellas luminosas y multicolores, blasonadas unas con caprichos heráldicos, exornadas con los lambrequines de un casco guerrero, cruzadas con la cruz roja de un templario, consteladas con estrellas de oro, ostentando leones flamantes o torres almenadas. El mundano Cognac junto a la Tafia de Madagascar, el aguardiente africano, el néctar salvaje del Continente negro, junto al Chartreuse destilado en las Trapas austeras, marcado con el hemisferio benedictino coronado por una cruz, el frasco de obsidiana de la Ginebra, inspiradora legendaria de los pintores flamencos, en las graves tabernas brabantesas. La menta envasada en un cono de esmeralda, el Curaçao en su tarro de roja arcilla vidriada, el Rum de Jamaica con su cápsul y su asiento de pajas de maíz, el Kümmel diurético en su frasco aplanado, el Anís revestido de mimbres, el Marrasquino sellado con ancho brevete arcaico y mayúsculas de misal gótico. Allí estaban todos los licores, todos los aguardientes que la depravada alquimia industrial ha obtenido, macerando la planta, fermentando el fruto y la legumbre, destilando en sus alambiques de avaro, hasta el perfume de la flor! El arroz, que es el pan de las multitudes asiáticas, la fuerza y la vida de todo un continente, luce ahí convertido en tósigo, denominado Arak. La papa, el maná europeo, la legumbre de la cabaña y del arrabal, el don con que la América exuberante salvó a la Europa hambrienta, ahí está transformada en veneno, extrañando no llevar sobre su frasco, en cruz, el cráneo y las tibias, el estigma con que las farmacias y los laboratorios sellan las substancias mortales!
    No... no son el alma de la rapsodia griega, ni la esencia del cantar de Anakreonte, ni la inspiración del poeta ese jugo de esmeraldas, esa miel de topacios, esas lágrimas de ópalo, esas sangrientas savias de rubíes! Ahí no está, en ese viejo Borgoña, ni la verba gloriosa de Rabelais, ni el lirismo jubiloso de Villon. No hay en esa cerveza ni un rayo del sol de Rubens, ni en la amargura de ese Absinto una gota del llanto de Musset, ni ¡oh Edgard Poe! en ese frasco de Ginebra, una sola nube de tu cielo sombrío! ¿Flama de inspiración, cuerda de lira, agua lustral del genio... sangre de musa? No, no, ni la muerte es vida, ni la sombra es luz...
    Y después de su observación, de su soliloquio pronunciado en voz alta en las últimas frases de una mesa del fondo, el ebrio se levantó, anduvo algunos pasos, se acercó a una mesa donde varios alemanes, empleados de comercio, bebían cerveza en los widercome de faienza sajona y tapa de metal labrado. Se acercó vacilando, balbuciendo, esbozando en el vacío los vagos ademanes de una arenga en preludio. La luz hirió de lleno su rostro pálido...

   Toda novela no es más que un ca-
pítulo de la patología del espíritu.
Schopenhauer

Cuando vio de pronto la fachada bermeja del manicomio y aquella arquitectura pesada y agobiadora, se creyó perdido para siempre... Siguió andando automáticamente, tan vacilante, tan indeciso, que a la vez que sentía furiosos impulsos de huir de aquel lugar de maldición, se sentía atraído por ese refugio adonde, como en un claustro hospitalario, creía encontrar el alivio de su organismo gastado por una vida de crápula y la regeneración de la voluntad, de su pobre alma carcomida por todas las lepras, abrumada por todos los golpes, y hastiada por todos los placeres... Su voluntad oscilaba llena de cobardes lasitudes, y en aquel instante la libertad se le presentó divina, gloriosa, irresistible... La vida que iba a abandonar, el placer de que abdicaría, todo aquello asaltó su espíritu con formidables embestidas, con furiosos anhelos, con los salvajes ímpetus del instinto vital rebelionado... Un torbellino de imágenes descubrió sus ojos: era su querida que lo llamaba contorsionando su cuerpo de súcubo, encendiendo sus ojos fosforescentes entre las nupciales sombras del tálamo, balbuciendo el nombre del adorado, con sus carnosos labios humedecidos, con su ronca garganta estertorosa. Vio también una vidriera ensangrentada por un crepúsculo otoñal, y sobre ese fondo, como los santos en las vitrinas eclesiásticas, el perfil amarfilado de su madre, su actitud beatífica, sus canas que eran la historia de su vida y aquellas manos humildes, pobres, resignadas, donde temblaba siempre el gesto que perdona y que bendice... Vio un insolente florón de amapolas, cálido símbolo de las Primaveras y de la vida de que huía; creyó ver el radioso proscenio de un teatro y la ruidosa mesa de un festín; el seno erecto de una mujer amada, el amanecer de un estío ya muy remoto, y ante todo aquel vértigo de tentación, su pobre voluntad sucumbió triste y cobardemente. Ya en la puerta del manicomio quiso huir, intentó un movimiento de fuga, murmuró una frase de protesta; pero la mano del amigo que lo acompañaba reprimió fuertemente aquella súbita rebeldía y Job, sugestionado, vencido, traspasó la puerta del hospital...
    Un rostro de palidez lunática, un rostro idiota, dilatado en un rictus de ansiosa estupidez, un rostro de asquerosa y desoladora fealdad clavó en él sus pupilas, semejantes a dos gotas de agua impura y enturbiada, y aquellas miradas glaucas y viscosas lo lamieron y dejaron sobre su cuerpo la sensación húmeda de una agua subterránea, de una agua de cisterna fría, homicida y tenebrosa. Aquel ser deforme se puso de pie ante Job, y abriendo los brazos con un ademán de monstruosa marioneta, avivó sus miradas glutinosas con el fulgor de un fuego fatuo y tropezando su lengua inválida contra su paladar reseco, clamó con desentonado alarido:
    "Pa-pa-pa-se usté..."
    Job estaba en un ambulatorio, largo como la eternidad de sus tedios y frío y tenebroso como sus sempiternas dudas. A sus espaldas se había cerrado implacable la puerta que lo separaba de la vida, la puerta cuya sorda y pesada clausura le quitaba su lugar en el mundo y le arrojaba ahí, entre aquel pulular de seres heterogéneos y haraposos que ya lo cercaban y lo examinaban, algunos con las miradas sorprendidas de un niño, otros con inquisidoras miradas de verdugo, y algunos, en fin, con altiveces y orgullos de desprecio infinito.

José Juan Tablada

*Estos fragmentos pertenecen a una novela inédita, titulada "En otro mundo", que en breve publicará nuestro compañero José Juan Tablada.

Revista Moderna, 2ª quincena de diciembre de 1898, pp. 151-152.